Otra navidad. Sí, otra. A Katerina nunca le había divertido esta época. Bueno, cuando era pequeña en casa de los abuelos y luego con sus hijos y los primos y el ruido y la música. Pero ahora estaban solos Franz y ella. Todos estos pensamientos se los iba diciendo mientras miraba los escaparates de la calle peatonal, adornados con guirnaldas, luces, un reno que subía y bajaba la cabeza de manera obsesiva, muchas flores de pascua y un fondo de villancicos en los altavoces. Resultaba alegre. Le gustaba el apresuramiento de la gente cargada de bolsas, las risas, los cuchicheos, el vaho que salía de sus bocas…
Hacía muchos años que no habían vuelto a esta ciudad, la suya, donde habían pasado la infancia y parte de su ajetreada juventud. Desde que se casaron fueron casi nómadas por el mundo debido al trabajo de Franz. Habían vivido en Australia, en Francia, en México, en Portugal. ¡Dios mío!, casi no podía enumerar los países. Ahora se sentían un poco extranjeros en su propia ciudad. No habían podido constatar cómo se había ido transformando y, aunque de vez en cuando regresaban, la sorpresa de los cambios era tan breve que no les daba tiempo a asimilarlos.
La casa de sus padres se había convertido en un hotel acogedor y sofisticado. Su instituto en sala de conciertos y los pequeños comercios donde compraban, prácticamente no existían. Este no poder acoplar la realidad de lo que veía con sus recuerdos, le produjo una sensación de pérdida, casi de abandono y desde luego de vejez. Ellos no pertenecían a este mundo.
Siguió caminando embutida en su abrigo de piel y las botas gruesas hacia el hotel donde se alojaban. Les estaba costando encontrar un apartamento en el que instalarse. Uno, caro, el otro, demasiado pequeño, el último que visitaron a Franz no le gustó la orientación, y en este momento, con las fiestas tan próximas, no era buena época para proseguir. Así descansarían porque esa búsqueda se les hacía cuesta arriba. Pensar en una casa nueva les daba una inmensa pereza y ya se habían acostumbrado a climas más suaves. Quizás es que no veían claro su proyecto de vida de jubilados, pero querían tener un sitio donde pudieran venir sus hijos, sus dos hijos. Uno se había quedado en Australia y el otro vivía en Paris. Y esta Navidad no iba a venir ninguno. No tenían casa, e ir a un hotel les parecía poco navideño, poco acogedor. Este fue el argumento de ambos. Estaba segura de que se pusieron de acuerdo para justificar su ausencia.
—Tienen su vida, querida, hay que respetársela —la consoló Franz cuando vio pesadumbre en su cara—. No seas tan gallina clueca.
Ella sabía que él estaba igual de apenado. Siguió caminando hacia la catedral. Quería ponerle una vela a santa Apolonia, protectora de los niños y se dio casi de bruces con el mercadillo navideño que desplegaban delante. ¿Cómo lo había olvidado? Si era uno de sus momentos favoritos ir a comprar adornos con su madre o con su hermana, más tarde con amigos. Katerina dio un suspiro y se zambulló en medio de los puestos. Adquirió dos candelabros con forma de Santa Claus, una guirnalda de abeto con luces entremezcladas y un spray de olor a pino. Entró en la catedral y puso la vela a Santa Apolonia. Volvió al hotel.
Al entrar en la pequeña y anodina suite encontró a Franz dormitando frente al televisor encendido. Tenía la cabeza colgada sobre el pecho y el pelo se le había descolocado dándole un aire de pollo desplumado. Se le veía el cuello delgado. Al cerrar la puerta él se espabiló, se alisó los mechones y dijo que había reservado una mesa para cenar.
Katerina sacó la guirnalda que colocó en la chimenea, llamó al servicio de habitaciones y preguntó si les podían servir la cena en su cuarto. Sí, ese champagne estaba muy bien, pero que estuviera bien frío, por favor. Se volvió hacia él que la miraba entre asombrado y divertido, le pasó ambas manos por la cara y le besó en la frente.
—He pensado que la vida y la Navidad son un regalo que hay que celebrar. Aunque ellos no estén, estamos tú y yo —en un tono casi doctoral apostilló—. Te das cuenta que la palabra vida está dentro de la palabra Navidad.
Franz afirmó sonriente, siempre había sido una chica muy perspicaz. Y si no estaba contenta en esta ciudad, podían irse a vivir donde quisiera. Ella se puso de rodillas frente a él y reposó la cabeza en su huesudo regazo. Él le pasó la mano por el pelo aún húmedo de la calle.
—Y tú, querida mía, eres el mejor regalo de la vida y de la Navidad.
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