Tras el accidente en que murieron sus padres y que a ella la mantuvo en coma durante tres meses y un día, una mañana heladora, aunque alumbrara el sol, despertó. De momento podía escuchar, pero no podía abrir los ojos. Así pasaron cinco noches en las que tuvo tiempo para pensar y hacer una promesa: si salía con vida y con la cabeza en su sitio daría de comer al hambriento.
Esa promesa la fue
perfeccionando, lo de cocinar no era lo suyo. Piensa, piensa, Martina, si lo
que se te da bien es la organización.
Aunque su vida había dado un
espectacular vuelco del revés, no se amilanó. Tenía veintitrés años. Recordó la
herencia de su tía, unas cinco hectáreas de terreno con una vieja casa que
necesitaba a gritos arreglar el tejado y luego una buena capa de pintura. Las
habitaciones no estaban del todo mal, algo fantasmagóricas al tener sábanas que
cubrían todos los muebles. El jardín presentaba claras señales de descuido.
Estaba a dos horas de Madrid. Lo apropiado era irse a vivir allí, no había
escaleras y las puertas eran lo suficientemente anchas para que pasara su silla
de ruedas.
La vecina, la de toda la
vida, había perdido a su marido durante su estancia en el hospital. Era de esas
personas que antaño calladas, ahora eran capaces de decir cualquier cosa y
cuando ella le habló de su proyecto no la dejó terminar: ¡Cuenta conmigo! Y se
fue con ella a ese villorrio donde quedaban cuatro casas abiertas con seis
viudas que por las tardes tejían y charlaban al calor del sol. Ocho mujeres en
total.
La indemnización del
accidente sirvió para arreglar tejados —los suyos primero, que la caridad
empieza por casa—, comprar media docena de cabras que dieran leche, carne y
además limpiaran el monte, dos vacas y una burra.
Con los cincuenta euros
sobrantes las ocho se fueron a abrir una cuenta en la sucursal bancaria del
pueblo de al lado. Todo un capital. Al salir se toparon con el cura, le
pusieron al tanto de sus intenciones, y como el de la sotana era un hombre de
acción se subieron al monovolumen de Martina y a Madrid, a una parroquia que
daba de comer a los más necesitados.
Regresaron con dos
matrimonios, tres niños, una suegra, tres solteros y tres solteras que sin
previo aviso se adjudicaron un mozo para cada una. En la primera reunión, las
ocho mujeres en pie, los pusieron derechos como una vela. En aquel pueblo había
que trabajar para comer, los vagos carretera y manta.
Han pasado diez años. Hoy son
ciento dos las personas inscritas en el censo de población. Entre agricultores,
albañiles, carpinteros, modistos, cocineros, bodegueros…, el pueblo crece. No
hay convento de monjas, pero hacen unas rosquillas y unas pastas que luego las
venden los miércoles en el mercadillo.
Aquella cuenta bancaria a
veces se tambalea, pero a Martina no le preocupa. Su silla de ruedas y su rango
de alcaldesa le recuerdan que la vida es impredecible. Y sonríe al recordar el
lema de las ocho:
«No damos limosna. Te damos
un empujón. Aprovecha el impulso».
© Marieta Alonso Más
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