El borrachín de aquel pueblo
era querido por todos. Por las mañanas se levantaba con el deseo de enmendarse,
pero al llegar la tarde se olvidaba de sus buenos propósitos. Han pasado muchos veranos desde aquel
invierno en que lo conocí. Cada día iba al puerto de madrugada a
recordar sus años de estibador. Fue bueno en su trabajo. Prefería aquellas
horas cuando la intensa actividad portuaria aumentaba y miraba con atención la
llegada de los barcos. Luego volvía a última hora de la tarde a verlos partir.
Tengo
que intentar ser prudente, tengo que intentar dejar de beber, tengo que
intentar reír. Mi vida no tiene sentido. Así pensaba aunque sin resultados a la
vista.
Regresaba
de una fiesta cuando lo vi sentado en el muelle moviendo las piernas arriba y
abajo. ¡Hola!, grité. Él con la mano devolvió el saludo. Me senté a su lado,
necesitaba ese aire fresco que despeja la mente. Miró de reojo, movió la cabeza
como diciendo otro que no tiene remedio. Con desgana, señaló un termo que había
conocido mejores épocas al que le quedaba algo de café. Le di las gracias con
una palmada en la espalda. Como no teníamos nada que decirnos nos mantuvimos en
silencio contemplando el puerto.
Entonces
vimos en la cubierta de un yate una pequeña sombra que se agarraba de la
barandilla. Era un niño de unos ocho años. Al parecer se había despertado y, ni
corto ni perezoso, salió a jugar con su pelota y esta había caído al mar.
Asustados abrimos los ojos como platos al ver que el chiquillo pretendía
saltar. Y saltó.
Nos
miramos como diciendo y ahora ¿qué? Unos bracitos salían del agua y se volvían
a hundir. Sin pensarlo nos tiramos al agua. Y uno con la ayuda del otro
logramos sacar a tiempo al niño y a su pelota. El puerto se iba animando con la
llegada de los trabajadores. Grité con toda mi fuerza: ¡Socorro! ¡Socorro!
Alguien llamó a una ambulancia.
Ese
día el beodo y el juerguista comprendimos el significado de ese término
japonés: «Por lo que merece la pena vivir. Por lo que te levantas cada mañana».
© Marieta Alonso Más
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