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domingo, 19 de noviembre de 2023

Liliana Delucchi: Metamorfosis

 



A nadie le importa un joven desgarbado tomando su almuerzo en el banco de una plaza. La gente camina como si no estuviera, como si formara parte del mobiliario urbano. Durante el descanso, antes de regresar a mi puesto de trabajo en la oficina de correos, contemplaba la vida alrededor: Mujeres con su carro de la compra, abuelos y nietos en los columpios, estudiantes haciendo novillos...

Hasta hace un tiempo fui transparente. Para los clientes que se acercaban al mostrador a dejar una carta o recoger un paquete, para los carteros al depositar correspondencia o amontonar sacos en sus vehículos y, sobre todo para mi jefe, un presuntuoso para quien dirigir esa estafeta era comparable a ser el CEO de una multinacional.

La agencia se encuentra en una esquina y, gracias a que el mostrador da a la calle principal, por sus ventanales habitualmente sucios, entra un poco de claridad sobre los montones de papeles acumulados. El resto de la estancia sucumbe a las sombras de carpetas con facturas, notificaciones o algún aviso de recogida de un paquete cubierto de polvo, en espera de un dueño que nunca aparece.

Todo cambió una mañana oscura cuando la niebla llegaba hasta los anaqueles del cubículo. Se abrió la puerta y se hizo la luz. Entró en la oficina una sonrisa seguida de una mujer con todo el sol ausente en el lugar. El verano llegó con ella, aunque el termómetro asegurara otra cosa. Sentí calor.

Se dirigió a mí mostrando una dentadura perfecta y con voz suave preguntó por su marido. ¡No era posible! Era el fofo de don Miguel, ese de los bigotitos años cuarenta con calva incipiente que ocupaba el despacho en cuya placa, siempre pulida, se leía: Director.

No sentí envidia, solo pena por aquel ángel de suavidad y modales dignos de una reina. Me agradeció que la acompañara hasta el escritorio de la rana que nunca se convertiría en príncipe. Volví a mi puesto reafirmado sobre la injusticia de la vida. De nada sirvió salir a correr, telefonear a los amigos ni enfrascarme en una novela. Ella se colaba entre los pinos, las voces de compañeros o los personajes del libro.

Nuestro encuentro fortuito se produjo unas semanas después. Un atardecer cuando decidí regalarme alguna exquisitez para cenar, como los personajes de una serie de la que no me pierdo capítulo. Era la necesidad de sentirme especial, dejar de ser por un momento el joven celofán cuenta-monedas.

Aunque estaba de espaldas, la reconocí. ¡Cómo no hacerlo! Esa melena cobriza que inundó con su fragancia el cuchitril con moho en las paredes por donde mi vida transcurría de ocho a tres. Contemplé su porte elegante y suaves movimientos a través del cristal de la tienda de delicatesen. Abrí la puerta y con la voz más varonil que supieron lanzar mis cuerdas vocales dije «Buenas tardes». Se dio la vuelta para contestar el saludo, en vez de ello me sorprendió con un «¡Es usted!».

Recorrimos juntos el local en busca de productos y terminé gastando más de lo previsto. Pero valió la pena. Estar a su lado, hablar de combinaciones posibles para degustar, del tiempo o del resultado del euromillón… Fue como ingresar a un paraíso sin billete de entrada.

A ese encuentro casual siguieron otros, algunos accidentales y otros no. Estos últimos forjaron una amistad que terminó en mi apartamento una tarde de primavera. Verla por primera vez en ropa interior, como la de los anuncios de las marquesinas, me hizo sentir que los sueños pueden hacerse realidad. Sin embargo, para mí no era comparable, era ella quien llevaba los encajes, trasluces adivinatorios de formas de diosa que yo, humilde mortal, podía disfrutar. Un mundo de sutilezas, ondulaciones y temblores inundaban la estancia habitualmente anodina. Nos acercábamos al balcón; a través de las cortinas un paisaje de árboles y tejados vestían nuestra desnudez. Las risas y los juegos se alternaban en una sucesión interminable.

Dejé de ser transparente. Los clientes habituales de la estafeta empezaron a llamarme por mi nombre, los carteros me pedían las cosas por favor o daban las gracias, y hasta don Miguel me trataba con amabilidad. Una mañana, frente a la máquina del café, el jefe habló de su felicidad, pues su esposa, atribulada durante años, había encontrado su verdadera afición: Todas las tardes iba a clase de cerámica. Sonreí pensando en lo bien que moldeaba la señora.

Cada atardecer, cuando desde la cama la veía abrocharse el sujetador, prolegómeno de su partida, solo pensaba en retener esa imagen, seguro de volver a contemplarla. Aun hoy, cuando el sapo ha desaparecido de nuestras vidas y ocupo su despacho, al ver su espalda y sus manos lidiando con esa prenda, sonrío porque sé que mañana ocurrirá lo mismo.

© Liliana Delucchi

 

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