A nadie le importa un joven
desgarbado tomando su almuerzo en el banco de una plaza. La gente camina como
si no estuviera, como si formara parte del mobiliario urbano. Durante el
descanso, antes de regresar a mi puesto de trabajo en la oficina de correos,
contemplaba la vida alrededor: Mujeres con su carro de la compra, abuelos y
nietos en los columpios, estudiantes haciendo novillos...
Hasta hace un tiempo fui
transparente. Para los clientes que se acercaban al mostrador a dejar una carta
o recoger un paquete, para los carteros al depositar correspondencia o
amontonar sacos en sus vehículos y, sobre todo para mi jefe, un presuntuoso
para quien dirigir esa estafeta era comparable a ser el CEO de una
multinacional.
La agencia se encuentra en
una esquina y, gracias a que el mostrador da a la calle principal, por sus
ventanales habitualmente sucios, entra un poco de claridad sobre los montones
de papeles acumulados. El resto de la estancia sucumbe a las sombras de
carpetas con facturas, notificaciones o algún aviso de recogida de un paquete
cubierto de polvo, en espera de un dueño que nunca aparece.
Todo cambió una mañana oscura
cuando la niebla llegaba hasta los anaqueles del cubículo. Se abrió la puerta y
se hizo la luz. Entró en la oficina una sonrisa seguida de una mujer con todo
el sol ausente en el lugar. El verano llegó con ella, aunque el termómetro
asegurara otra cosa. Sentí calor.
Se dirigió a mí mostrando una
dentadura perfecta y con voz suave preguntó por su marido. ¡No era posible! Era
el fofo de don Miguel, ese de los bigotitos años cuarenta con calva incipiente
que ocupaba el despacho en cuya placa, siempre pulida, se leía: Director.
No sentí envidia, solo pena
por aquel ángel de suavidad y modales dignos de una reina. Me agradeció que la
acompañara hasta el escritorio de la rana que nunca se convertiría en príncipe.
Volví a mi puesto reafirmado sobre la injusticia de la vida. De nada sirvió
salir a correr, telefonear a los amigos ni enfrascarme en una novela. Ella se
colaba entre los pinos, las voces de compañeros o los personajes del libro.
Nuestro encuentro fortuito se
produjo unas semanas después. Un atardecer cuando decidí regalarme alguna
exquisitez para cenar, como los personajes de una serie de la que no me pierdo
capítulo. Era la necesidad de sentirme especial, dejar de ser por un momento el
joven celofán cuenta-monedas.
Aunque estaba de espaldas, la
reconocí. ¡Cómo no hacerlo! Esa melena cobriza que inundó con su fragancia el
cuchitril con moho en las paredes por donde mi vida transcurría de ocho a tres.
Contemplé su porte elegante y suaves movimientos a través del cristal de la
tienda de delicatesen. Abrí la puerta y con la voz más varonil que supieron
lanzar mis cuerdas vocales dije «Buenas tardes». Se dio la vuelta para
contestar el saludo, en vez de ello me sorprendió con un «¡Es usted!».
Recorrimos juntos el local en
busca de productos y terminé gastando más de lo previsto. Pero valió la pena.
Estar a su lado, hablar de combinaciones posibles para degustar, del tiempo o
del resultado del euromillón… Fue como ingresar a un paraíso sin billete de
entrada.
A ese encuentro casual
siguieron otros, algunos accidentales y otros no. Estos últimos forjaron una
amistad que terminó en mi apartamento una tarde de primavera. Verla por primera
vez en ropa interior, como la de los anuncios de las marquesinas, me hizo
sentir que los sueños pueden hacerse realidad. Sin embargo, para mí no era
comparable, era ella quien llevaba los encajes, trasluces adivinatorios de
formas de diosa que yo, humilde mortal, podía disfrutar. Un mundo de sutilezas,
ondulaciones y temblores inundaban la estancia habitualmente anodina. Nos
acercábamos al balcón; a través de las cortinas un paisaje de árboles y tejados
vestían nuestra desnudez. Las risas y los juegos se alternaban en una sucesión
interminable.
Dejé de ser transparente. Los
clientes habituales de la estafeta empezaron a llamarme por mi nombre, los
carteros me pedían las cosas por favor o daban las gracias, y hasta don Miguel
me trataba con amabilidad. Una mañana, frente a la máquina del café, el jefe
habló de su felicidad, pues su esposa, atribulada durante años, había
encontrado su verdadera afición: Todas las tardes iba a clase de cerámica.
Sonreí pensando en lo bien que moldeaba la señora.
Cada atardecer, cuando desde
la cama la veía abrocharse el sujetador, prolegómeno de su partida, solo pensaba
en retener esa imagen, seguro de volver a contemplarla. Aun hoy, cuando el sapo
ha desaparecido de nuestras vidas y ocupo su despacho, al ver su espalda y sus
manos lidiando con esa prenda, sonrío porque sé que mañana ocurrirá lo mismo.
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