Comenzó a tener el hábito de la displicencia y al escuchar a las personas aplicaba el preciso juicio del ejecutor. ¡Condenado! En general esa era su conclusión, lo que le producía una incómoda inquietud.
Nadie satisfacía su exigencia y las conversaciones empezaban a carecer de interés. Palabrería. Simple palabrería inculta y poco edificante, se decía desencantado. Y su boca apiñonada tras el estrecho bigote se descolgaba en un gesto que contenía el desprecio por lo que acababa de oír. Aunque él sabía que esa inquietud la causaba otro motivo.
Solo su educación y fortuna hacían posible que la gente le siguiera tratando. Sobre cómo había conseguido ser tan rico corrían muchas historias: negrero en su juventud o haber destripado a una esposa que nadie conoció, eran las más frecuentes que se contaban. Pero su soledad era un hecho, como sus buenas maneras que tampoco nadie supo dónde y cómo las había adquirido.
Tenía la costumbre don Ramiro de caminar al anochecer por el paseo marítimo, a esa hora incierta en que el sol se recoge. A la gente ya no le extrañaba ver su oscura y erguida figura desplazarse con la exactitud y rigidez de un autómata. Una de esas tardes llamó su atención un brillo pequeño pero intenso en medio de la arena cercana al murete del paseo. Bajó los escalones y se acercó a ver qué era. Los finos botines se le llenaron de arena, pero algo en ese brillo le dominaba y, pese a la incomodidad de andar sobre ese incierto suelo, aceleró el paso igual que si temiera que algo pudiera arrebatarle lo que intuía.
—Dios mío —murmuró desolado al cogerlo.
Se puso en pie con dificultad y sacudió el reloj que acababa de sacar de entre la arena. Eso era lo que brillaba y sintió las sienes sacudidas por un imparable galope. Las manos le temblaban. No era posible. Después de tantos años.
Se sentó en el escalón y respiró hondo para tranquilizarse. Concentrado en el objeto que tenía entre sus manos, lo limpió con el pañuelo y al abrir la tapa, temeroso, confirmó que era el temido reloj. Le vino a la cabeza la cara de aquel hombre al que dio por muerto antes de arrojarlo al mar, después de robarle su fortuna. No consiguió quitarle el reloj, con las prisas la cadenilla se quedó enredada en su chaleco. Muchas noches se le aparecía la cara del hombre flotando en el agua.
Creía que se iba a desmayar. Al rato, ya repuesto, se levantó con torpeza igual que si le hubieran echado encima un fardo de veinte años. Se guardó el reloj en el bolsillo y volvió a su casa con paso lento e irregular. No contestó al saludo de nadie. Quería llegar cuanto antes.
Ya en el escritorio y bajo la luz intensa de la lampara lo volvió a limpiar con mimo. Lo sacudió, y con la tapa abierta pasó las yemas de sus dedos por las iniciales grabadas. Igual que un furtivo que no quisiera ser visto apagó la luz y soltó un alarido que acabó en incontenible llanto. Sus brazos colgaban sin fuerza a los lados de su cuerpo. Se tomó un coñac de la licorera tallada que tenía en su despacho, dijo que no quería cenar y se sentó en la veranda del jardín.
La noche caía lenta, casi somnolienta y don Ramiro no encendió ninguna luz. Permanecía en una tensa inmovilidad. Giraba la cabeza cada vez que oía algún ruido y así pasaron cuatro horas que fue comprobando en el reloj que sostenía en las manos. Al cabo de ese tiempo decidió que no iba a suceder nada. Eran elucubraciones suyas. Estaba perdiendo la cabeza y permitía que sus recuerdos tomaran una presencia inadecuada. Él, que era un hombre que siempre había dominado sus sentimientos, que se consideraba superior por haber conseguido en la vida lo que se propuso, de ahí su displicencia por el resto, no podía ahora dejarse arrastrar por esos estúpidos y ya casi irreales recuerdos.
—Basta, Ramiro —dijo en voz alta para sí mismo—. Basta.
En el momento que iba a levantarse notó una mano en su hombro y algo frio y cortante en la garganta. Tembló. Le sujetaron el pelo con fuerza y no opuso resistencia.
—Demasiados años has disfrutado de lo mío —oyó a su espalda—. Pero la venganza se acaba cumpliendo.
A la mañana siguiente se oyeron gritos en la casa. Encontraron a don Ramiro con el cuello cortado y un reloj colgando de la mano.
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