El enfado de Carmen era total cuando se dirigió a abrir la puerta. Incluso consigo misma. Estaba harta de limpiar, hacer la comida, llevar los niños al colegio para, luego, como casi siempre, a la carrera, llegar a la oficina tarde. Y después de trabajar durante todo el día, rápido, rápido, volver al colegio a recoger a sus hijos. Luego, tenía que ayudarles con los deberes y preparar la cena mientras sus risueños y adorables peques llenaban el suelo del cuarto de baño de agua, espuma de jabón, y juguetes.
Así de lunes a viernes.
El sábado era diferente. El trote con los niños comenzaba un poco más tarde, pero como no iban al colegio tenía que bajarlos al parque, jugar con ellos, para a eso de la una y media, volver a casa. Después de darles de comer, rodeada por sus hijos se echaba una siesta mientras dormitaba una película. Una de esas que no comprendía cómo sus criaturas podían dormir tranquilas después de verla.
Y también estaba Paco. Él siempre fue un buen marido, un buen hombre. Era camionero. Transportaba frutas y verduras desde la huerta murciana para repartirlas por los distintos países de Europa. Y cuando después de dos semanas arrastrando un trailer de más de doce metros, llegaba a casa, pues claro, no estaba para mucha ayuda. Ella, desde luego, ni tan siquiera se la pedía.
Así iban pasando las semanas, los meses, y normalmente Carmen era feliz. Hasta que llegó una tarde en que el Presidente anunció que había que encerrarse en las casas. Dijo que era para evitar el contagio de un bicho que corría por el país, matando a unos y otros sin distinción. Como todos, Carmen lo aceptó con miedo y una pizca de alegría. Se organizó un despacho en la mesa de la cocina. Colocó tres mesas más, una de ellas hecha con la caja de cartón de la lavadora que acababa de comprar, ¡Menos mal!, se dijo, y se dispuso a pasar aquellas semanas de la mejor manera posible. A Paco aquella orden lo pilló camino de Polonia, con lo que estaría al menos diez días sola. Si sus padres vivieran en Madrid, la podrían ayudar, pero no. Vivían solos en Águilas. Aunque eso en las circunstancias por las que estaban pasando la tranquilizaba. Eran personas conocidas, y seguro que alguien les echaba una mano.
Después de dos meses de encierro, Carmen se levantó con un enfado total. Llevaba tres días sin saber nada de Paco. Porque este, aunque todo el país estuviera encerrado en casa, continuaba llevando su camión de un lado para otro, lo que la preocupada. ¿Habría cogido el bicho? ¿Estaría internado en un hospital de vaya usted a saber qué país? Señor, Señor, que me llame cuanto antes y vuelva bien, rezaba. Y para colmo, aquello de trabajar en casa resultaba una locura. Y no era porque a eso de las ocho de la tarde los niños salieran a aplaudir al balcón con riesgo de caerse a la calle. No. Ni porque mientras ella intentaba trabajar en su ordenador, sus tres hijos corrieran por los pasillos sin atender a sus clases on line. Tampoco. Ni porque la hubiera llamado la directora de la escuela para decirle que no comprendía que no estuviera atenta, que era la educación de sus hijos lo que estaba dejando a un lado. Simplemente, porque ya no tenía ni siquiera el momento de explayarse en la oficina con Encarnita. Tenía su gracia Encarnita. Rio. Le contaba unas cosas que la hacían poner colorada, y eso que ella no era ninguna mojigata, pero es que el marido de Encarnita debía de ser algo así como un toro.
Y ahora llamaban al telefonillo. ¿Pero quien podría ser si nadie andaba por la calle? Cerró el ordenador. Rodeada de sus tres criaturas, que como ella estaban ansiosas por escuchar una voz diferente, contestó al telefonillo.
—Doña Carmen González —le llegó una apresurada y cantarina voz.
—Sí. Soy yo.
—De Amazon. Un paquete para usted.
Pulsó la apertura del portal pensando en lo raro que era. Ella no recordaba tener ningún pedido pendiente. Pero claro, como lo único que podía hacer después de acostar a los niños era ver la televisión o comprar on line, no le cabía duda de que anoche, o quizá la noche anterior cuando miraba los suéteres tan baratos de unos grandes almacenes, hubiera adquirido uno.
Después de que se hubo marchado el joven que le subió el paquete, con la mascarilla puesta y unos guantes de los de la gasolinera, lo roció con agua con lejía, y empujándolo con el pie, lo dejó a un lado del recibidor.
Pasadas las dos horas y media que decían había que tener de seguridad, con otros guantes y otra mascarilla, y los niños, cualquier motivo era válido para dejar las clases, mirando desde la habitación de al lado, abrió la caja. Con esmero, y casi sin tocar los cartones de la sonriente boquita, los guardó en una bolsa de basura que dejó bien atada en el descansillo. No fuera a ser que quedara vivo algún bicho.
Por fin, con reparo, abrió el paquete. Era un ramo de rosas. Leyó la tarjeta y abrazada a las flores lloró. Ni en Reyes había recibido nunca un regalo como aquel. Paco, desde donde estuviera, se acordaba de ella y del día que se conocieron.
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