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domingo, 6 de julio de 2014

Ramón L. Fernández y Suárez: Recuerdos de Septiembre


Los cielos grises son frecuentes en la capital del Báltico. El horizonte que la enmarca repite sus tonalidades en el mar que la baña y casi la rodea…en las islas que la forman y salpican su bahía. Es rocoso el suelo en que se asienta. Abruptos afloramientos de esas piedras grises en las que sorprende a veces descubrir vetas rosáceas, las cuales, de forma natural, ofrecen polícroma armonía a sus muchos parques y jardines en los que la vegetación y el mundo mineral conforman un escenario peculiar.

La piedra del lugar ofrece, pues, material sabiamente aprovechado para dar solidez a la edificación y como elemento ornamental de las fachadas. Esta ciudad, favorecida durante el siglo XIX con la capitalidad del Gran Ducado, hubo de beneficiarse de las tendencias arquitectónicas desarrolladas durante la llamada Belle Epôque.  Sus edificios anteriores a la modernidad, que también cuenta allí con notables exponentes, enriquecen las calles y avenidas con sus espléndidos diseños.

Pero, como antes he apuntado, el paisaje urbano de Helsinki puede sorprendernos con la sobria monumentalidad de su Estación Central de Ferrocarriles, de su Museo Nacional, de sus catedrales luterana y ortodoxa y de cientos de edificios civiles donde un gusto por la piedra gris ha sabido realzar las vías urbanas donde ahora abundan las verticalidades de cristal y acero. Algunas de estas construcciones llevan la firma  inimitable del más señero diseñador finés: Alvar Aalto creó escuela, marcó tendencias y engalanó el paisaje urbano sin divorciarlo del entorno natural.

Con este panorama en mente y siguiendo itinerarios, me acerqué, una tarde de septiembre para escuchar ópera en concierto a un lugar de obligada referencia. Muy próximo a mi hotel, el Sokos Presidentti, se interpretaba Dido y Eneas, tragedia musical debida al compositor inglés Henri Purcell, destacada figura de la escena musical barroca. El programa y sus intérpretes por sí mismos ya eran tentadores, la fresca tarde pre-otoñal no invitaba al deambular urbano.

La amplia plaza corona un montículo rocoso. Algunos arbustos, al parecer de espontáneo crecimiento, aquí y allá rompen la monotonía de la roca gris y del asfalto. Si se asciende a ella mediante la avenida que da acceso al recinto, se descubre una sencilla entrada baja y sobre ella, inserta en el propio roquedal, una media cúpula recubierta de un metal verdoso que oxida la humedad allí siempre reinante. Temppeliaukion Kirkke, la iglesia de la roca.

Una nave circular de vastas dimensiones cuyas paredes están formadas por la roca viva, surcada a trechos por minúsculas corrientes producidas por las habituales  filtraciones, constituye el recinto principal del edificio. A casi tres metros de altura una corona de cristales circunda la edificación  y ofrece sustento visible a la semiesfera metálica divisable desde el exterior. El resultado es una generosa iluminación natural constante que enriquece asombrosamente el interior, es especial durante los infrecuentes ocasos luminosos que tienen lugar en esas latitudes.

El concierto fue un éxito artístico indudable. El recogimiento que ofrece dicha sala, su acústica difícilmente superable y la unción que presidía el ánimo de los asistentes avalaron mi decisión de aquella tarde.

Terminada la actuación bajé hacia el centro de la ciudad, acercándome al cercano Parlamento de Finlandia. En su entorno, rodeado de jardines, hay un tranquilo barrio donde disfrutar una cerveza a ritmo de jazz constituye una decisión que plantea múltiples alternativas. Me dejé llevar y por no tener que optar pasé el resto de la noche en dos locales contiguos donde se bebe generosamente y se alterna con gente que busca compañía…

Al amanecer, descubrí a la persona con quien había dormido. Sus cabellos rubios medio des cubrían parte de su rostro juvenil. Era hermosa, aunque no guapa. Posiblemente al final de la veintena, pero mostraba un cuerpo fresco que yo, en mi embriaguez apenas había disfrutado. Un gran lunar de color pardo destacaba en la blancura de su piel, en medio de su vientre, a la derecha de un perfecto ombligo, hoyuelo grácil que invitaba a las caricias. Permanecí en silencio contemplando su rítmica respiración, el arco perfecto de sus glúteos que asocié entonces con la limpia curvatura del techo de la iglesia donde habían transcurrido las horas vespertinas de la víspera. Quise imaginar que podía tratarse de una oficinista que frecuentaba por diversión los pubs y discotecas durante los fines de semana. ¿Sería, quizás, una mujer recién salida de una relación inconveniente? ¿Un ama de casa en busca de aventuras o simplemente un alma solitaria procedente de la taiga en busca del  humano calor de las ciudades? En cualquier caso, me había ofrecido una oportunidad por mí torpemente aprovechada. En ningún caso pienso que ella lo habría merecido. Era ese un asunto que, sumado a la resaca, estropeaba mi amanecer dominical. No se trataba precisamente de un tema de orgullo masculino, sino más bien un asunto de conciencia.

Amanecía un domingo a mediados de septiembre. Las calles circundantes al hotel parecían un tranquilo remanso actividad familiar. A través de las ventanas del comedor del desayuno veíanse algunos paseantes con niños de la mano que esperaban la apertura del Museo de Historia Natural, en la acera opuesta de la avenida que separa ambos edificios.

-  ¿Te apetece, Sirkka, que visitemos ese museo después del desayuno?

Su mirada azul dubitativa precedió a su respuesta durante unos segundos.

-  No recuerdo haber visitado nunca algún museo… Sí, quizás sería interesante.

Su respuesta positiva me ofrecía un gran descanso. En realidad no estaba seguro de la mejor forma de salir de aquella situación un tanto absurda. Me repugnaba herir sus sentimientos con un frío apretón de manos tras el desayuno, pero sentía asimismo que no estaba cómodo con mi actuación respecto a ella, y, aunque la fuerte ingesta alcohólica de la víspera podría ofrecer justificación a mi conciencia, ello no lograba convencerme de que la mejor solución sería una brusca despedida.

Durante la visita al museo tomó cuerpo de modo espontáneo una acomodación humana de nuestras relaciones. Supe que, aunque oriunda del centro del país, había pasado largas estancias en tierras norteamericanas; de ahí su notable fluidez en la lengua de Shakespeare. Sus padres se habían visto obligados a abandonar la zona de Karelia invadida por los rusos durante la guerra y se habían instalado en Tampere, ciudad universitaria donde ella se había doctorado muy recientemente tras completar estudios informáticos en la UCLA. Había decidido regresar y era precisamente,  éste, su primer fin de semana en la ciudad donde nos encontrábamos. Me pareció entonces directa, libre de prejuicios y ansiosa por aprovechar su juventud. Sí, había sido una sabia decisión la visita a aquel museo.

A la mañana del lunes, tras recobrar el tiempo desaprovechado la noche anterior, en la cercana estación central de los ferrocarriles nos despedimos cariñosamente. Ella tomaba el Pendolino rumbo a su ciudad natal y yo el autobús que me llevaría al aeropuerto.

                                                                                              

© Ramón L. Fernández y Suárez



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