Los cielos grises son
frecuentes en la capital del Báltico. El horizonte que la enmarca repite sus
tonalidades en el mar que la baña y casi la rodea…en las islas que la forman y
salpican su bahía. Es rocoso el suelo en que se asienta. Abruptos afloramientos
de esas piedras grises en las que sorprende a veces descubrir vetas rosáceas,
las cuales, de forma natural, ofrecen polícroma armonía a sus muchos parques y
jardines en los que la vegetación y el mundo mineral conforman un escenario
peculiar.
La piedra del lugar
ofrece, pues, material sabiamente aprovechado para dar solidez a la edificación
y como elemento ornamental de las fachadas. Esta ciudad, favorecida durante el
siglo XIX con la capitalidad del Gran Ducado, hubo de beneficiarse de las
tendencias arquitectónicas desarrolladas durante la llamada Belle Epôque. Sus edificios anteriores a la modernidad, que
también cuenta allí con notables exponentes, enriquecen las calles y avenidas
con sus espléndidos diseños.
Pero, como antes he
apuntado, el paisaje urbano de Helsinki puede sorprendernos con la sobria
monumentalidad de su Estación Central de Ferrocarriles, de su Museo Nacional,
de sus catedrales luterana y ortodoxa y de cientos de edificios civiles donde
un gusto por la piedra gris ha sabido realzar las vías urbanas donde ahora
abundan las verticalidades de cristal y acero. Algunas de estas construcciones
llevan la firma inimitable del más
señero diseñador finés: Alvar Aalto creó escuela, marcó tendencias y engalanó
el paisaje urbano sin divorciarlo del entorno natural.
Con este panorama en
mente y siguiendo itinerarios, me acerqué, una tarde de septiembre para
escuchar ópera en concierto a un lugar de obligada referencia. Muy próximo a mi
hotel, el Sokos Presidentti, se interpretaba Dido y Eneas, tragedia musical
debida al compositor inglés Henri Purcell, destacada figura de la escena
musical barroca. El programa y sus intérpretes por sí mismos ya eran
tentadores, la fresca tarde pre-otoñal no invitaba al deambular urbano.
La amplia plaza corona
un montículo rocoso. Algunos arbustos, al parecer de espontáneo crecimiento,
aquí y allá rompen la monotonía de la roca gris y del asfalto. Si se asciende a
ella mediante la avenida que da acceso al recinto, se descubre una sencilla
entrada baja y sobre ella, inserta en el propio roquedal, una media cúpula
recubierta de un metal verdoso que oxida la humedad allí siempre reinante.
Temppeliaukion Kirkke, la iglesia de la roca.
Una nave circular de
vastas dimensiones cuyas paredes están formadas por la roca viva, surcada a
trechos por minúsculas corrientes producidas por las habituales filtraciones, constituye el recinto principal
del edificio. A casi tres metros de altura una corona de cristales circunda la
edificación y ofrece sustento visible a
la semiesfera metálica divisable desde el exterior. El resultado es una generosa
iluminación natural constante que enriquece asombrosamente el interior, es
especial durante los infrecuentes ocasos luminosos que tienen lugar en esas
latitudes.
El concierto fue un
éxito artístico indudable. El recogimiento que ofrece dicha sala, su acústica
difícilmente superable y la unción que presidía el ánimo de los asistentes
avalaron mi decisión de aquella tarde.
Terminada la actuación
bajé hacia el centro de la ciudad, acercándome al cercano Parlamento de
Finlandia. En su entorno, rodeado de jardines, hay un tranquilo barrio donde
disfrutar una cerveza a ritmo de jazz
constituye una decisión que plantea múltiples alternativas. Me dejé llevar y
por no tener que optar pasé el resto de la noche en dos locales contiguos donde
se bebe generosamente y se alterna con gente que busca compañía…
Al amanecer, descubrí a
la persona con quien había dormido. Sus cabellos rubios medio des cubrían parte
de su rostro juvenil. Era hermosa, aunque no guapa. Posiblemente al final de la
veintena, pero mostraba un cuerpo fresco que yo, en mi embriaguez apenas había
disfrutado. Un gran lunar de color pardo destacaba en la blancura de su piel,
en medio de su vientre, a la derecha de un perfecto ombligo, hoyuelo grácil que
invitaba a las caricias. Permanecí en silencio contemplando su rítmica
respiración, el arco perfecto de sus glúteos que asocié entonces con la limpia
curvatura del techo de la iglesia donde habían transcurrido las horas
vespertinas de la víspera. Quise imaginar que podía tratarse de una oficinista
que frecuentaba por diversión los pubs y discotecas durante los fines de
semana. ¿Sería, quizás, una mujer recién salida de una relación inconveniente? ¿Un
ama de casa en busca de aventuras o simplemente un alma solitaria procedente de
la taiga en busca del humano calor de
las ciudades? En cualquier caso, me había ofrecido una oportunidad por mí
torpemente aprovechada. En ningún caso pienso que ella lo habría merecido. Era
ese un asunto que, sumado a la resaca, estropeaba mi amanecer dominical. No se
trataba precisamente de un tema de orgullo masculino, sino más bien un asunto
de conciencia.
Amanecía un domingo a
mediados de septiembre. Las calles circundantes al hotel parecían un tranquilo remanso actividad
familiar. A través de las ventanas del comedor del desayuno veíanse algunos
paseantes con niños de la mano que esperaban la apertura del Museo de Historia
Natural, en la acera opuesta de la avenida que separa ambos edificios.
- ¿Te apetece, Sirkka, que visitemos ese museo
después del desayuno?
Su
mirada azul dubitativa precedió a su respuesta durante unos segundos.
- No recuerdo haber visitado nunca algún
museo… Sí, quizás sería interesante.
Su respuesta positiva me
ofrecía un gran descanso. En realidad no estaba seguro de la mejor forma de
salir de aquella situación un tanto absurda. Me repugnaba herir sus
sentimientos con un frío apretón de manos tras el desayuno, pero sentía
asimismo que no estaba cómodo con mi actuación respecto a ella, y, aunque la
fuerte ingesta alcohólica de la víspera podría ofrecer justificación a mi
conciencia, ello no lograba convencerme de que la mejor solución sería una
brusca despedida.
Durante la visita al
museo tomó cuerpo de modo espontáneo una acomodación humana de nuestras
relaciones. Supe que, aunque oriunda del centro del país, había pasado largas estancias
en tierras norteamericanas; de ahí su notable fluidez en la lengua de
Shakespeare. Sus padres se habían visto obligados a abandonar la zona de
Karelia invadida por los rusos durante la guerra y se habían instalado en
Tampere, ciudad universitaria donde ella se había doctorado muy recientemente
tras completar estudios informáticos en la UCLA. Había decidido regresar y era
precisamente, éste, su primer fin de
semana en la ciudad donde nos encontrábamos. Me pareció entonces directa, libre
de prejuicios y ansiosa por aprovechar su juventud. Sí, había sido una sabia
decisión la visita a aquel museo.
A la mañana del lunes,
tras recobrar el tiempo desaprovechado la noche anterior, en la cercana
estación central de los ferrocarriles nos despedimos cariñosamente. Ella tomaba
el Pendolino rumbo a su ciudad natal
y yo el autobús que me llevaría al aeropuerto.
© Ramón L. Fernández y Suárez
Recuerdos de Septiembre por Ramón L. Fernández y Suárez se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.
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