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jueves, 3 de junio de 2021

Amantes de mis cuentos: Siempre hay quien te lo cuente

 



Siendo joven llegó a odiarles. No es que fueran malas personas. Eran entrometidos, enredadores, chismosos. Y ella daba pie por ser una alegre veinteañera que bailaba con unos y con otros, cada semana tenía un novio diferente, soltaba palabrotas de vez en cuando, y sus minifaldas atraían miradas libidinosas entre los hombres y miradas censurables entre las mujeres. El caso fue que llegó a estar en boca de todos.

Se madre le dijo: ¡Anda, marcha! Aquí no encontrarás marido. Y se marchó. Lejos.

Con el tiempo encontró un buen hombre, trabajador, callado, que le importó un comino su alocada y apasionada vida de antaño. La única pega era que vivía alejado del mundo. En la soledad de aquel caserío de montaña donde la nieve les aislaba durante los meses de invierno, aprendió a cocinar, a disfrutar del paisaje, a criar gallinas y a escribir para no volverse loca.

Pasó una década. Un día su marido bajó a la ciudad a vender sus productos y ella le entregó sus cuentos en un sobre para que se los enviara al único sobrino y le diera su opinión sobre ellos. No recibió respuesta.

Continuó escribiendo, era una necesidad como si un hilo invisible tirase de ella y el teclado abofeteara el papel en blanco. Asesinaba y amaba a sus personajes. Nadie podía decirle: «eso no fue así».

Cada año enviaba sus relatos a ese sobrino que nunca tuvo a bien contestar. Transcurrieron quince años. Un día soleado, en pleno verano, tocaron a su puerta. Dos extraños se presentaron como sus editores. Al notar su asombro le explicaron que fulano de tal, el sobrino, cada año les había hecho llegar sus narraciones. Venían a buscarla para que recogiese el premio a la «Mejor escritora del año». Debía estar presente en un acto dedicado a ella. Asombrada llamó a su marido, que se quedó patidifuso. Se fueron con ellos.

Comenzó la ceremonia. Habló ante un micrófono. Le entregaron el premio. Un buen pellizco era la cifra escrita en el cheque. Nunca se sintió tan importante.

Al bajar de la tarima, se encontró con su pueblo natal al completo. La noticia había salido en los periódicos y el Ayuntamiento alquiló un autocar para asistir al evento. El alcalde al frente de la multitud la felicitó en nombre de todos y le hizo saber en voz muy baja que el sobrino vivía a cuerpo de rey, que nunca había pegado palo al agua, que indagara sobre los derechos de autor.

¡Bocachanclas!, soltó.

 

 

© Marieta Alonso Más

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