Siendo joven llegó a odiarles. No es que fueran malas personas. Eran entrometidos,
enredadores, chismosos. Y ella daba pie por ser una alegre veinteañera que
bailaba con unos y con otros, cada semana tenía un novio diferente, soltaba
palabrotas de vez en cuando, y sus minifaldas atraían miradas libidinosas entre
los hombres y miradas censurables entre las mujeres. El caso fue que llegó a estar en boca
de todos.
Se madre le dijo: ¡Anda, marcha! Aquí no encontrarás marido. Y se marchó. Lejos.
Con
el tiempo encontró un buen hombre, trabajador, callado, que le importó un
comino su alocada y apasionada vida de antaño. La única pega era que vivía
alejado del mundo. En la soledad de aquel caserío de montaña donde la nieve les
aislaba durante los meses de invierno, aprendió a cocinar, a disfrutar del
paisaje, a criar gallinas y a escribir para no volverse loca.
Pasó
una década. Un día su marido bajó a la ciudad a vender sus productos y ella le
entregó sus cuentos en un sobre para que se los enviara al único sobrino y le
diera su opinión sobre ellos. No recibió respuesta.
Continuó
escribiendo, era una necesidad como si un hilo invisible tirase de ella y el
teclado abofeteara el papel en blanco. Asesinaba y amaba a sus personajes. Nadie
podía decirle: «eso no fue así».
Cada
año enviaba sus relatos a ese sobrino que nunca tuvo a bien contestar.
Transcurrieron quince años. Un día soleado, en pleno verano, tocaron a su
puerta. Dos extraños se presentaron como sus editores. Al notar su asombro le
explicaron que fulano de tal, el sobrino, cada año les había hecho llegar sus
narraciones. Venían a buscarla para que recogiese el premio a la «Mejor
escritora del año». Debía estar presente en un acto dedicado a ella. Asombrada llamó
a su marido, que se quedó patidifuso. Se fueron con ellos.
Comenzó
la ceremonia. Habló ante un micrófono. Le entregaron el premio. Un buen pellizco
era la cifra escrita en el cheque. Nunca se sintió tan importante.
Al
bajar de la tarima, se encontró con su pueblo natal al completo. La noticia
había salido en los periódicos y el Ayuntamiento alquiló un autocar para asistir al evento. El alcalde
al frente de la multitud la felicitó en nombre de todos y le hizo saber en voz
muy baja que el sobrino vivía a cuerpo de rey, que nunca había pegado palo al
agua, que indagara sobre los derechos de autor.
¡Bocachanclas!, soltó.
© Marieta Alonso Más
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