miércoles, 16 de enero de 2013

Ramón L. Fernández y Suárez: Retrato inacabado




Si quiero hacer justicia al recuerdo de su rostro tengo, en primer lugar, que referirme a la espectacular presencia en él de aquellos ojos suyos, poseedores de un color difícilmente descriptible. Visto a pleno solo, bajo un cielo transparente, eran dos cuentas de cristal que reflejaban una dulce claridad azul. Cuando en las noches nos entregábamos a la fiesta de los besos, en la semipenumbra de una alcoba, parecían afiebrarse, y entonces su mirada, generalmente aguda e incisiva, mostraba brillos acerados que nunca supe interpretar. Durante aquellas tardes otoñales junto al Mediterráneo, el alegre azul de su mirada parecía diluirse en tonos verde-gris que deslucían el feliz efecto de su compañía.

Sus ojos, no excesivamente grandes, pero sí enmarcados por larguísimas pestañas me atraían hasta el punto de olvidar el color de sus cabellos y la línea angular de su nariz perfecta. Un cierto rictus de rigor endurecía a veces sus mejillas, pero nada como la mirada que dominaba la expresión.

No era su tez un lirio nacarado. Diminutas y azuladas sombras aparecían en sus sienes evidenciando la transparencia de la piel sobre la invisible red de sus vasos capilares. Al sonreir, algo frecuente a sus sofisticados veintipocos años, se dilataba dicha red enmarcando aquellos ojos en un tono afín con las pupilas.

Poco puedo decir de sus cabellos. Los recuerdo como gruesas hebras largas que, en atención a los cuidados que se les prodigaban, adoptaban formas y colores diferente. Ora aparecían elegantemente recogidos sobre una nuca de finísima factura; a veces ofreciendo el seductor aspecto de melena que con tanto ahínco intentan evitar las reglas musulmanas. Unas veces azabache, otras rojizo como germen de maíz. En fin, su pelo la adornaba y quizás hasta enaltecía el conjunto de su rostro, pero no definía los rasgos esenciales de su imagen, como sí lo hacían en cambio sus menudos labios, nunca revestidos de colores rutilante; como cediendo protagonismo a sus preciosos ojos.

 Sus pómulos, apenas sobresalientes, mostraban la tersura de una piel sana y juvenil que sugería a los expertos la tentación por descubrir otras secretas redondeles que aquel cuerpo ofrecería.

Puedo ahora decir que, durante aquellos meses, su rostro me llenaba el alma, al tiempo que su cuerpo afianzó sobre la tierra la errante vaguedad de mis primeras ilusiones.


© Ramón L. Fernández y Suárez


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Retrato inacabado por Ramón L. Fernández y Suárez

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