miércoles, 5 de agosto de 2015

Ramón L. Fernández y Suárez: Los juguetes rotos


La tarde-noche de aquel jueves se presentaba con la rutinaria normalidad de cada jornada en el quirófano. Las batas verdes y los uniformes blancos se movían con serenidad, entrando y saliendo de la aséptica sala donde, al parecer, los relojes reducían su ritmo de modo incontrolable. A la izquierda de los asientos que ocupábamos, una gran puerta de cristal nevado atrapaba la atención de cuantos esperábamos el angustioso final de tan larga incertidumbre. En el lado opuesto, otra gran puerta de similares características y dimensiones exhibía un doble rótulo sobre su dintel.

UCI Pediátrica ------UCI Neonatal.

Las entradas y salidas del personal de guardia añadían sobresaltos a quienes esperaban cada vez que se descorrían los batientes. A través de la única ventana, la oscuridad nocturna, solo por distantes luces horadada, transmitía al interior de aquel recinto la silenciosa y recogida soledad de la fría madrugada.

A las 12:33h, se abrió súbitamente la puerta que caía a nuestra derecha y atravesó su umbral, cogidos de la mano, una joven pareja con aire de tristeza. Cabizbajos y en silencio, atravesaron la sala de espera donde nos hallábamos y marcharon sin dar las buenas noches. No había ni una lágrima en sus rostros, pero la extrema seriedad que emanaban sus semblantes hablaba por sí sola. Ella reflejaba con elocuente claridad la temprana madurez que el dolor paterno-filial había conferido a su temprana juventud de forma inesperada. Salieron del recinto donde hacía horas aguardábamos y reinó el silencio nuevamente. Los floridos paisajes murales que decoraban las paredes no lograban transmitirnos, no ya alegría, ni siquiera la relajación que parecían destinados a favorecer en quienes la casualidad había allí reunido con desigual grado de impaciencia.

Una hora más tarde aproximadamente, alguien entró a la sala de forma precipitada, y su figura escueta, sin maquillaje y mal peinada desapareció tras la primera puerta rotulada. La premura de sus pasos y su visible desaliño evidenciaron la gran preocupación que la embargaba. Fue esa, al menos, la impresión que compartimos los allí reunidos cuando su presencia dejó de ser visible tras el batiente que, de modo automático, se cerró al ingresar  ella en el ámbito de los pronósticos reservados.

Apenas un par de minutos más tarde, un alarido singular, sin réplica ni coro acompañante, rasgó el silencio y provocó un escalofrío en progresión ascendente desde la última de nuestras vértebras hasta instalarse en nuestros cerebros. ¿Se había producido un desenlace fatal? ¿Había alcanzado un nivel irretornable la pérdida de la esperanza? No trajo el transcurso de la noche respuesta alguna a estos interrogantes. Mientras, al amanecer, en el exterior ya florecían los almendros…

Marisa se había levantado muy temprano esa mañana. Tras ducharse y componer su arreglo, fue a la cuna y extrajo a su bebé para luego cambiarle y darle de mamar antes de llevarle a la guardería. Al cambiarle le pareció notar que su temperatura matinal superaba lo acostumbrado. El crío se mostraba amodorrado y no sonreía ni lloriqueaba como solía pasar casi todas las mañanas. Lo arropó, no obstante, y lo llevó en brazos a la cercana guardería. Allí lo dejó y marchó a su trabajo de donde, dos horas más tarde, una llamada urgente la hacía regresar, tras solicitar permiso para ausentarse en la oficina de recursos humanos.

-       El niño está febril y le recomendamos llevarle con urgencia a un hospital.- Fueron las palabras que pronunció la enfermera al entregarle el crío, que parecía muy adormilado.

Trasladado al instituto sanitario, fue internado de inmediato. Media hora más tarde, la pediatra de turno le transmitía la “sentencia”:

-   Debo hablarle claramente. El diagnóstico es de extrema gravedad, pero no absolutamente irreversible. Hemos comenzado el tratamiento y las próximas doce horas pueden ser decisivas. Pase a la sala de espera y la mantendremos informada. Procure conservar la calma.- Dijo y desapareció tras la mampara.

Israel y Mari Pili llevaban pocos meses de casados. Serafín, su primogénito, estaba al cumplir su primer año. Su nacimiento había sido el motivo que les decidió a abandonar la soltería, tras cuatro años de noviazgo y convivencia sin compromisos ni vínculos legales. Al venir al mundo su primer vástago comprendieron que este hecho ponía punto final a una existencia despreocupada por el futuro y basada en meros intereses de naturaleza ocasional. Comenzaba para ellos, pues, la verdadera madurez. Para celebrar su matrimonio, que no luna de miel, proyectaron la escapada, una más entre otras muchas, acompañados del bebé, a quien ya sentían parte de sus vidas.

Quince días por el sur fueron bastantes para, en solitario, sin ayudas de abuelos ni cuñados, diseñar y distribuir sus recién adquiridas responsabilidades. Serafín era un desdentado sonriente que, de improviso se coló en sus vidas y rellenó con su minúscula presencia el espacio de amor que ambos habían diseñado. Pocas jornadas después, tras el regreso de una playa, una mañana al despertarle en su cuna almidonada, notó Israel que un pálido color violáceo cubría el rostro del infante. Cuando intentó tomarlo en brazos con intención de despertarle, como hacía cada amanecer, vio como su menudo cuerpo se desvanecía entre sus manos, su débil respiración cual la de un pez recién sacado de las aguas. EL joven padre, como herido por un rayo, dio un respingo y llamó a gritos a la madre de su hijo:

-      ¡Pili!, corre. Llévate al crío al hospital. No perdamos tiempo. Saca el coche. Yo me visto y voy detrás. Por favor, que parece que se muere.

Tres horas más tarde, a las puertas de la UCI, escuchaban el diagnóstico: “cianosis inducida por una malformación cardiovascular, al parecer congénita”. El paciente quedaría ingresado bajo observación y tratamiento. Pasaron así las largas, aciagas horas de aquel día durante el cual apenas se movieron de la desamparada soledad de aquella sala de espera. Hacia las 00:15h del siguiente día, ya en plena madrugada, fueron reclamados tras las puertas de cristal nevado. Allí escucharon de labios del jefe de servicio el concluyente resultado:

-        Mientras esté aquí se mantendrá con vida…

Diez minutos más tarde atravesaban cabizbajos la sala de espera rumbo al exterior. Poco rato después oiría Marisa el terrible sustantivo: “meningitis”, y el alarido provocado por este vocablo se vio solo interrumpido por causa de una lipotimia.




                                                                                    ©Ramón L. Fernández y Suárez


Dedicado a un buen amigo, celebrando su recuperación física y deseando su renovación espiritual.

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