miércoles, 21 de marzo de 2018

María del Carmen Aranda: Érase una vez la tierra









«En el comienzo de la vida, que solo había espacio, nada orgánico, nada palpable, nada en lo que se pudiera pensar ni imaginar. Luego, después de ese vacío, se dibujó la primera de las realidades, aquello en lo que creíamos porque lo palpábamos, vivíamos, veíamos y sentíamos: La Tierra».





Cuenta la leyenda que Erebo, hijo de Caos, tuvo una hermana llamada Noche. La diosa Noche engendró dos hijos: Éter y Día.

El primero era la clara y pura luz que se adivinaba en las más altas regiones del cielo; era la luz de los dioses, de todas las estrellas que formaban aquellas constelaciones. Por su parte, Día iluminaba a los pequeños mortales de la Tierra que, siglo tras siglo, habían ido creciendo, sintiéndose cada día más fuertes y arrogantes.

Los mortales fueron procreando y en su procreación, surgiendo los grandes pensamientos que emanaban de su interior, acompañando a los buenos sentimientos; estos, iluminados por la hija de la diosa Noche. Sin embargo, la avaricia, la envidia y malos deseos hacían sombra a la bella y resplandeciente diosa Día. «¿Por qué?», se preguntaba Día.

Era su tío Erebo, hijo de Caos, quien con sus sucias astucias endiabladamente enturbiaba a su sobrina Día.

«¡Qué lleguen las mammantus!» -decía-. «¡Qué vengan las grandes nubes mastodónticas llenas de negativas energías!».

La pequeña Carlota, que escuchaba muy atentamente aquella extraña historia, antes de cerrar sus ojos ya vencida por el sueño provocado de un ajetreado día, preguntó: «¿Y qué puedo hacer yo para ayudar a que la Tierra no se encuentre tan pérdida? Día y su mama Noche se confunden, las dos están aturdidas».

—Cierra tus lindos ojos —le dije—. Piensa siempre en cosas bonitas y mañana, al despertar, levántate con una hermosa sonrisa, da un gran abrazo a los estén cerca de ti y un cariñoso deseo de «buenos días»; esto hará que Día sonría y su diosa madre Noche descanse tranquila; mientras, las diabólicas mammantus permanecerán escondidas, por temor a que sus propios rayos puedan herirlas. Y así, el envidioso Erebo ante el amor desprendido de aquella pequeña niña, quedo preso en su propio caos, girando y girando envuelto en sus miserias sin poder salir el resto de su vida.



©María del Carmen Aranda


           

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