La rendición de Bailén. José Casado del Alisal Museo de El Prado |
Napoleón
Bonaparte, emperador de los franceses, era de armas tomar. Un día que no se
sentía bien y había ido al aseo, se miró al espejo y se enfadó. Se vio gordo.
Malo,
pues cada vez que se veía así atacaba un país y como el pobre padecía del
estómago y en el baño se miraba en el espejo, no terminaba una guerra sin
entrar en otra.
A
solas pensaba que era inadmisible que un hombre tan inteligente como él, lo
tuviera todo menos estatura. Nadie le superaba como estratega, quién sino él
había restablecido la paz interior en Francia, quién sino él reorganizó la
justicia, quién sino él fortaleció la administración central. Pasaría a la
Historia como un gran hombre, más no como un hombre alto y esbelto. Eso le
ponía frenético.
¡Qué
hacer! dijo sintiendo un retortijón. Y en aquel cuarto de baño sin calefacción
anheló sol, así que decidió invadir al vecino que tenía al suroeste.
Carlos
IV y su esposa María Luisa eran los Reyes de España. A él le encantaba arreglar
relojes y no se preocupaba de los asuntos de Estado. A ella lo que más le
gustaba era las fiestas y enseñar sus brazos: lo único bonito que tenía. Le
faltaban los dientes y Goya, el pintor, la encontraba horrenda. Así la pintó.
Uno
de los ministros, Manuel Godoy, hizo tan mal su trabajo que las tropas
francesas comenzaron a ocupar puestos claves en el territorio español. Al
pueblo de Madrid, eso no le gustó. Así que un dos de mayo todos los madrileños,
unos con armas de fuego y otros con garrotes les plantaron cara a los
franceses. Los demás españoles hicieron lo mismo y se armó la guerra.
En
Bailén un pueblo de la provincia de Jaén, se enfrentaron españoles y franceses.
Era el dieciocho de julio de mil ochocientos ocho.
¡Hacía
un calor tremendo!
Al
mando del gran ejército francés estaba el general Dupont. Castaños era el
general español. El general Dupont confiaba en la victoria, sus armas relucían,
los uniformes franceses brillaban al sol. En cambio, el general Castaños miraba
de reojo a su tropa y se preguntaba cómo saldría de aquella batalla.
Los
dos ejércitos luchaban como leones. Cuando de pronto se oyeron gritos de
alegría en español y lamentos en francés. Los españoles no se lo podían creer,
habían ganado la batalla.
No le
quedó más remedio al general Dupont que desprenderse de su sable. Y acercándose
al general Castaños decirle:
«General,
os entrego esta espada, vencedora en cien batallas».
A lo
que el general Castaños respondió:
«Gracias,
general. Esta ha sido mi primera victoria».
© Marieta Alonso Más
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