martes, 21 de abril de 2020

Luis Box: La humedad y el semáforo




Demasiado trabajo. Había pasado todo el día frente al ordenador, con aquel programa que se le resistía desde hacía muchos días y al que no lograba vencer. Se estiró en la silla, el respaldo no andaba bien y no era demasiado cómodo.

«Tengo que comprar otro sillón o me voy a quedar doblado», pensó.

No tenía hambre y decidió salir a pasear. Le gustaba pasear por la ciudad, de noche, sin rumbo. Se puso el chubasquero y salió a la calle. La fina llovizna que siempre estaba, como una seña de identidad de la ciudad, le dio en la cara. En realidad, no era ni siquiera llovizna, era simplemente humedad que a veces se condensaba en finas gotas. La ciudad estaba en silencio, vacía, sin apenas luces en las casas.

«Todo el mundo durmiendo y yo aquí, paseando, dueño de la ciudad», se le ocurrió pensar y sonrió.

Paró en un semáforo y, aunque en ese momento no circulaba ningún coche, esperó a que la luz se pusiera verde. Miró a los edificios. En la casa que tenía frente a él, había una luz en la terraza del tercer piso y una figura se movía en ella. Miró con curiosidad. Era una mujer, no acertaba a ver la edad, estaba tendiendo ropa, sábanas le parecieron. Pensó que era muy tarde para estar tendiendo. Un coche llegó y se detuvo ante el semáforo. Siguió observándola. La mujer se volvió y se inclinó para recoger algo, miró hacia donde él estaba y por un instante, sus miradas se cruzaron. Y en aquel instante de coincidencia, levantó la mano en forma de saludo y cruzó apresuradamente la calle porque el semáforo se había puesto a parpadear, y se perdió en la noche, en aquella ciudad tan suya, tan húmeda, tan tranquila.





Había llegado tarde a casa y estaba de mal humor. Esta semana estaba de tarde y su compañera había llamado para decir que estaba mala, que no podría venir, según había dicho cuando llamó a la gobernanta.

«Toñi es una caradura, menuda mala está hecha esa», pensó.

 Y la gobernanta se lo consentía, vaya usted a saber por qué. Según se acordaba de la tarde se iba cabreando más. Había sido de aúpa, con tres nuevos ingresos y dos altas, o sea, limpiar dos habitaciones, cambiar camas, recoger ropas, fregar el suelo y meter una cama más porque no había sitio, ni sitio ni personal, putos recortes y puto gobierno, que vinieran a limpiar les daba yo para que vieran lo que es bueno. Y encima, toda la planta para ella sola, porque estaba sola, y toda la tarde con termómetros, orinas, cacas, meriendas y cenas, y luego recogerlas, claro, porque las enfermeras no ayudaban mucho. Y ahora tenía que tender. Había dejado la lavadora antes de irse y había dejado la comida hecha. Menos mal que los niños habían cenado y estaban acostados.

«Claro, con la comida que he tenido que hacer yo».

Julián la estaba esperando, pero:

«Claro, no se le ha ocurrido tender, eso lo tengo que hacer yo, cómo no».

Y encima, mientras cenaban, Julián empezó a intentar meterla mano y a decir tonterías. Le había mandado a paseo.

«Anda y que se vaya con su tía», pensó, «Con las sábanas que tengo para tender, estoy yo para pensar en las de la cama».

Y encima aquella humedad, así no se secaba nunca la ropa. Tendió la última sábana, se inclinó para recoger el barreño y miró a la calle. A la débil luz que venía de fuera, vio un coche parado y a un hombre en la acera de enfrente, en el semáforo. La estaba mirando y ella le miró extrañada. En ese momento el semáforo comenzó a parpadear y el hombre levantó la mano como si la saludara y cruzó rápidamente la calle húmeda.

«Hala, un tonto más», refunfuñó, y apagó la luz.





Iba distraído, sin pensar en nada en especial. El día había sido como siempre, lleno de rutina. Bueno, no, hoy se había tenido que quedar a terminar unos cuadrantes y unos balances que ni le interesaban ni le producían emoción alguna, total, eran cuentas de dinero que no era suyo. El otro contable, Bermejo, había contado los mismos chistes de siempre, casi todos verdes y casi todos estúpidos.

«Y el imbécil se cree gracioso».

Pensó que debería decirle algún día que dejara de hacer tonterías, de decir siempre lo mismo, pero abandonó la idea, no tenía ganas de líos, que siguiera con los chistes, le daba igual. El tener que quedarse en la oficina pasaba algunos días. Estaba resignado y, en realidad, no le importaba mucho porque no tenía otra cosa que hacer. No tenía aficiones, solo tenía un hermano al que procuraba ver poco porque no había quien aguantara a la mujer y a los niños, y no le daban ganas de nada. La ciudad le parecía aburrida y encima siempre estaba húmeda. Detuvo el coche en el semáforo. Había un tipo esperando a cruzar. Miró distraídamente las gotas en el parabrisas. Aquel tipo no cruzaba, estaba mirando fijamente a la casa de enfrente. Miró a la casa y vio a una mujer que miraba al tipo.

«Vaya unas horas para miraditas».

El semáforo empezó a parpadear, el hombre saludó a la mujer y cruzó la calle, la luz de la casa se apagó y él arrancó el coche.


© Luis Box

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