domingo, 2 de abril de 2023

Amantes de mis cuentos: La maestra

 



Cuando se graduó en la escuela de magisterio necesitaba urgentemente trabajar y aceptó lo primero que le ofrecieron. Dar clases en un pueblo que ni siquiera aparecía en el mapa, al que llegó en una carreta, que la llevó sin preguntar a una especie de almacén donde el suelo era de cemento, las paredes sin enfoscar, ventanas sin cristal, donde no había pupitres ni bancos, solo una pizarra torcida con tres tizas, una mesa coja y una silla de plástico vacía. Cinco niños de diferentes edades y conocimientos la recibieron puestos en pie, cantaron el himno nacional y se sentaron en el limpio suelo.  

En algún sitio un cerdo gruñó y a ella le volvió la voz. Se presentó. Tomó una libreta y un bolígrafo de su bolsa de viaje y en la primera hoja escribió: «Escuela de Primaria». Los cinco niños se acercaron:

Benjamín a sus diez años, casi con tono de súplica, le dijo que no sabía leer ni escribir, pero que su mamá tenía el antojo de que él estudiase. Su papá no estaba de acuerdo. Lo necesitaba en el molino. Pero… cuando una madre se empeña. Sus ojos tenían el color de la aceituna.

Manuela miraba sin pestañear. Tenía siete años. Su abuelo le había dicho que las buenas maestras cada vez que hablaban sacudían la modorra de las aburridas aldeas. Ella no quería que la sacudiese. Sabía leer, escribir, sumar, restar, multiplicar y dividir. Nada más. Le gustaban los cuentos.

Chicho tenía nueve años. No sabía su nombre. Él era Chicho el de Carmelo, el chatarrero. Ese era su padre y Paquito era su hermano pequeño. Y como era de pocas palabras no dijo nada más.

Paquito tenía seis años y el pelo negro azulado que se ondulaba los días de lluvia. Iba allí para comer, cosa que en su casa no siempre podía hacer. ¡Cállate! Y recibió de su hermano un buen empujón. Le gustaba mucho jugar.

A Conchita los números y las letras le daban repelús. Solo sabía escribir su nombre, el de su papá, el de su mamá y el de su hermanito que tenía seis meses. Era un bebé. En la ajada cartera traía un gran tesoro: sus dibujos. Aquella niña tenía un don.

Justo en ese momento llegaron a la puerta el joven alcalde, soltero; el boticario y su mujer que no tenían hijos, pero no se querían perder el primer día de clases; el juez de paz, viudo, abuelo de Manuela, acompañado de su hijo y su nuera; el chatarrero y su mujer, la mujer del molinero; el cura; un par de padres y madres con sus retoños en brazos y pare usted de contar.

Con niños incluidos un total de veinte personas. Los habitantes de aquel pueblo. Venían a saludarla y a pasarle revista. Esperaban haber acertado con la elección. El representante del Ayuntamiento les había hablado de la obligación que tenían de educar a los niños y contra todo pronóstico consiguió ponerles de acuerdo para traer y pagar el salario de una maestra. Que no se asustara por tan pocos niños, pidió el alcalde. Vendrían más.

Han pasado muchos años desde aquel septiembre. La habitación pintada a base de cal que la había recibido con cordialidad y algo de suspicacia ahora era una más de las otras cinco aulas. Cada curso de primaria tenía un color diferente. El pueblo había ido a mejor.

Y allí sigue aquella joven que llegó cargada de ilusiones, que se casó con el alcalde, que tuvo tres hijos, doce nietos y con la ayuda de dos nuevas maestras todavía sigue impartiendo clases.

Todo requiere disciplina y amor.

 


© Marieta Alonso Más

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