sábado, 29 de junio de 2019

Cristina Vázquez: Laberinto entre flores







Para Carmen y Maria, apolíneas jardineras





Adoro estas tardes de finales de verano, le iba diciendo Hortensia a su perrita Gipsy. Saltaba con precaución de anciana cualquier dificultad del terreno, aunque fuera por un camino de arena fina bordeado de arbustos. Tocaba las flores frotando entre los dedos algunas hojas, y trataba de recordar sus nombres latinos: onoclea sensibilis, lavandula angustifolia. Hum… Asaltada por la duda la invadía una triste inseguridad, laurus nobilis. Ves Gipsy, aún recuerdo y seguía alegremente su paseo hasta llegar a su imponente casa.

Sin darse cuenta, Hortensia había envejecido con su aire de niña permanente. Resultaba sorprendente que se le fueran descolgando las mejillas y que su frente perdiera la tersura de alabastro que tanto habían admirado los poetas que rodeaban a su marido, el gran escritor, el indiscutible hombre de letras, que les abandonó para subir al altar de la inmortalidad hacía seis meses.

Ella se quedó tan sorprendida por su muerte como de verse ajada y tener que reforzar sus tirabuzones naturales con alguno postizo, y ponerse el abanico delante de la boca al sonreír, para disimular el color amarillento de su vacilante dentadura. No podía comprender cómo su amado marido le había hecho la faena de irse así, sin más. Él que siempre fue tan atento, tan considerado... La protegió de cualquier problema, tratándola como a una pequeña musa, un querido bibelot, y mimándola con la condescendencia de la hija que no tuvieron. Ella concentró su no muy despejada aunque activa inteligencia, en aprenderse los nombres de las plantas en latín por orden alfabético, como él le suplicó, y algunas noches en las reuniones de adoradores de su esposo, repetía como un monito amaestrado los interminables latinajos con la letra que decidían al azar. Parahebe catarractae, parthenocissus henryana, pasiflora caerulea…

Él la miraba con orgullo paternal y ella se recogía satisfecha, aunque un poco contrariada a veces. Algunos nombres eran difíciles de retener y se los inventaba. Ninguno de los genios que aplaudían a su marido se daba cuenta, ni se hubiera atrevido a corregirla en el caso de que lo notara. Otra de sus aficiones fue decorar la preciosa casa con esmero de bordadora.

Al entrar en el salón biblioteca, donde habitualmente se hacían estas reuniones y en el que ahora pesaba un silencio reverencial, se sorprendió de encontrar a una mujer sentada en una de las butacas. Joven, vestida con modestia, elegante en los movimientos, con una determinación en sus mandíbulas firmes y en el perfil altivo que no le resultaron extrañas.

En cuanto la vio aparecer, la chica se levantó con prontitud, disculpándose en un tono moderado y conciso por haber irrumpido sin previo aviso en su casa, pero la importancia del asunto la había impulsado a hacerlo, afirmó. Su nombre era Iris. Ella la miraba con la boca abierta y el corazón acelerado, mientras la querida Gipsy gruñía, protegida en las faldas de su ama, tan amenazante como daba de sí su diminuta garganta.

—Usted dirá —contestó en el tono más controlado que pudo, ofreciéndole que se sentara.

Así lo hizo la joven y puso sobre sus rodillas un voluminoso tomo.

—Este manuscrito me lo dio mi padre antes de morir y dijo que aquí se guardaba mi futuro.

La perrita mordisqueaba el borde de la alfombra interpretando el nerviosismo que sentía la dulce Hortensia.

—¿Y? ¿En qué me atañe a mí?

Su voz sonaba artificialmente severa y firme.

—Pues —titubeó Iris—, que su marido era mi padre.

El grito espeluznante que dio hizo huir a Gipsy y cayendo como un peso muerto sobre el respaldo, empezó a llamarla ladrona, embustera, sinvergüenza. Un par de bucles se desprendieron con inusitada violencia de su cofia. Iris se mantenía serena con las dos manos extendidas sobre los papeles donde reposaba su futuro, otra obra inmortal cuyos derechos de autor serían para ella, además de la casa cuando Hortensia tuviera a bien acompañar a su esposo en la gloria, le susurró con un soniquete de canción de cuna o de oración benéfica. Mientras Hortensia se reponía respirando trabajosamente, Iris señaló las plantas que se veían en la veranda al fondo del salón, y en una dulce melopea empezó a recitar fasthedera lizei, onoclea sensibilis, polystichum setiferum…

La pobre mujer se iba derrumbando como un pelele y un hipo incontenible la mantenía en una patética vulnerabilidad, sin poder responder nada.

El libro se llama “El laberinto de amor entre las flores”.



No hay comentarios:

Publicar un comentario