Para Carmen y Maria, apolíneas jardineras
Adoro estas tardes de finales de verano,
 le iba diciendo Hortensia a su perrita Gipsy. Saltaba con precaución de
 anciana cualquier dificultad del terreno, aunque fuera por un camino de
 arena fina bordeado de arbustos. Tocaba las flores frotando entre los 
dedos algunas hojas, y trataba de recordar sus nombres latinos: onoclea sensibilis, lavandula angustifolia. Hum… Asaltada por la duda la invadía una triste inseguridad, laurus nobilis. Ves Gipsy, aún recuerdo y seguía alegremente su paseo hasta llegar a su imponente casa.
Sin darse cuenta, Hortensia había 
envejecido con su aire de niña permanente. Resultaba sorprendente que se
 le fueran descolgando las mejillas y que su frente perdiera la tersura 
de alabastro que tanto habían admirado los poetas que rodeaban a su 
marido, el gran escritor, el indiscutible hombre de letras, que les 
abandonó para subir al altar de la inmortalidad hacía seis meses.
Ella se quedó tan sorprendida por su 
muerte como de verse ajada y tener que reforzar sus tirabuzones 
naturales con alguno postizo, y ponerse el abanico delante de la boca al
 sonreír, para disimular el color amarillento de su vacilante dentadura.
 No podía comprender cómo su amado marido le había hecho la faena de 
irse así, sin más. Él que siempre fue tan atento, tan considerado... La 
protegió de cualquier problema, tratándola como a una pequeña musa, un 
querido bibelot, y mimándola con la condescendencia de la hija que no 
tuvieron. Ella concentró su no muy despejada aunque activa inteligencia,
 en aprenderse los nombres de las plantas en latín por orden alfabético,
 como él le suplicó, y algunas noches en las reuniones de adoradores de 
su esposo, repetía como un monito amaestrado los interminables latinajos
 con la letra que decidían al azar. Parahebe catarractae, parthenocissus henryana, pasiflora caerulea…
Él la miraba con orgullo paternal y ella
 se recogía satisfecha, aunque un poco contrariada a veces. Algunos 
nombres eran difíciles de retener y se los inventaba. Ninguno de los 
genios que aplaudían a su marido se daba cuenta, ni se hubiera atrevido a
 corregirla en el caso de que lo notara. Otra de sus aficiones fue 
decorar la preciosa casa con esmero de bordadora.
Al entrar en el salón biblioteca, donde 
habitualmente se hacían estas reuniones y en el que ahora pesaba un 
silencio reverencial, se sorprendió de encontrar a una mujer sentada en 
una de las butacas. Joven, vestida con modestia, elegante en los 
movimientos, con una determinación en sus mandíbulas firmes y en el 
perfil altivo que no le resultaron extrañas.
En cuanto la vio aparecer, la chica se 
levantó con prontitud, disculpándose en un tono moderado y conciso por 
haber irrumpido sin previo aviso en su casa, pero la importancia del 
asunto la había impulsado a hacerlo, afirmó. Su nombre era Iris. Ella la
 miraba con la boca abierta y el corazón acelerado, mientras la querida 
Gipsy gruñía, protegida en las faldas de su ama, tan amenazante como 
daba de sí su diminuta garganta.
—Usted dirá —contestó en el tono más controlado que pudo, ofreciéndole que se sentara.
Así lo hizo la joven y puso sobre sus rodillas un voluminoso tomo.
—Este manuscrito me lo dio mi padre antes de morir y dijo que aquí se guardaba mi futuro.
La perrita mordisqueaba el borde de la alfombra interpretando el nerviosismo que sentía la dulce Hortensia.
—¿Y? ¿En qué me atañe a mí?
Su voz sonaba artificialmente severa y firme.
—Pues —titubeó Iris—, que su marido era mi padre.
El grito espeluznante que dio hizo huir a
 Gipsy y cayendo como un peso muerto sobre el respaldo, empezó a 
llamarla ladrona, embustera, sinvergüenza. Un par de bucles se 
desprendieron con inusitada violencia de su cofia. Iris se mantenía 
serena con las dos manos extendidas sobre los papeles donde reposaba su 
futuro, otra obra inmortal cuyos derechos de autor serían para ella, 
además de la casa cuando Hortensia tuviera a bien acompañar a su esposo 
en la gloria, le susurró con un soniquete de canción de cuna o de 
oración benéfica. Mientras Hortensia se reponía respirando 
trabajosamente, Iris señaló las plantas que se veían en la veranda al 
fondo del salón, y en una dulce melopea empezó a recitar fasthedera lizei, onoclea sensibilis, polystichum setiferum…
La pobre mujer se iba derrumbando como 
un pelele y un hipo incontenible la mantenía en una patética 
vulnerabilidad, sin poder responder nada.
El libro se llama “El laberinto de amor entre las flores”.

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