lunes, 19 de abril de 2021

Liliana Delucchi: El ramo de flores

 


Mayte era la preferida de papá. Nunca supe por qué, dado que yo era la mayor y la guapa. Quizás porque mi madre me hacía los mejores vestidos. Igual que a una muñeca me llevaba a todas las meriendas con sus amigas. Es cierto que mi hermana era inteligente, uno de esos cerebritos que traen buenas notas y que por la noche, cuando nuestro padre se retiraba a la biblioteca a fumar y beber una copa, se reunía con él para hablar de historia.

Creo que le daba lástima que su esposa la escondiera como si formara parte del servicio. La pobre, tan desgarbada y tímida no tenía ni uno solo de los rasgos europeos que a mi madre la hacían sentirse tan orgullosa. «Ha heredado la fisonomía india de tu abuela paterna» susurraba. Sin embargo, creo que Maite la debe de haber escuchado alguna vez, porque siempre miraba para abajo, con los párpados caídos, como si no hubiese cielo que contemplar.

El matrimonio de mis progenitores era como muchos de mi país: Hacendado criollo, más moreno que lo habitual, con la nariz chata y gruesa como los primigenios habitantes, que se había enriquecido con sus plantaciones de caucho, busca joven con genética de los colonizadores para que sus vástagos tengan la piel más blanca. La encontró, una joven con buenos modales y mal carácter que supo poner flores en los jarrones y alfombras en el suelo.

No es que el romance no haya durado, es que nunca existió. Al poco tiempo de celebrado el enlace llegó a la ciudad una compañía de teatro y el hacendado se enamoró de la primera actriz. ¿Quién no iba a preferir a una señora que lo llamaba «mi amor» y «mi cielo» a otra que si le dirigía la palabra era para decirle lo basto que era o para pedirle dinero?

Cuando mi madre se enteró ya era tarde, pero se limitó a afirmar que era cosa de mestizos eso de no saber diferenciar entre una señora y una mujer vulgar. Hasta que un día descubrió la habitación de mi padre vacía y la vida de la actriz con un nuevo hombre. Pero eso no fue lo peor, al menos para mí, sino que el cuarto de mi hermana también estaba vacante. No me sirvió que mamá me dijera que podía hacer de él mi salón privado, como tienen las señoritas de bien. Me sentía indignada porque papá se había llevado a mi hermana, dejándome en medio de muebles de caoba y fuentes en el jardín. Pero la vida me tenía reservada una humillación más: Iba de paseo con mis amigas por los jardines de la catedral, cuando me di de bruces con mi padre, su nueva esposa y ¡mi hermana! Como si fuesen una familia feliz, como si aquel a quien tanto quería se hubiese olvidado de mí. El helado que estaba tomando cayó por los suelos y Maite, con una sonrisa, me ofreció el suyo. No lloré. Me puse roja, sentí un calor tremendo que me subía desde los hombros hasta el cuero cabelludo.

Nuestras vidas, la de mi hermana y la mía, fueron por caminos distintos: Yo me casé con un hombre de mi condición y ella se fue a estudiar a Europa sin que el matrimonio formase parte de su vida.

Esta tarde, después de tantos años vamos a encontrarnos en el funeral de papá. Ella ha llegado desde la capital y le he dicho que de las flores me encargo yo, lo que no sabe es que mientras su ramo es pequeño, el mío lo triplica en tamaño, con las preferidas de nuestro padre. Quizás, al finalizar la ceremonia, la invite a un helado.

© Liliana Delucchi

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