lunes, 21 de febrero de 2022

Blanca del Cerro: Lazos rosas y azules

 



Al enorme colegio de piedra gris, ubicado en uno de los barrios más importantes de la ciudad, asistía todo tipo de alumnos, desde los más pudientes hasta los abandonados de la mano de cualquier dios perdido.

Don Pelayo —ojos grises, mejillas encendidas y un gran bigote entrecano— había sido nombrado director gracias a la confianza de aquellos profesores que tenía a su favor, no muchos pero suficientes como para haberse alzado con la dirección. Don Pelayo estaba muy orgulloso tanto del nombre de rey con el que le habían bautizado, como de la gran gestión que realizaba al frente de aquella institución que, nadie debía engañarse, era mucho menos favorable de lo que él declaraba y mucho menos eficiente de lo que sus allegados decían. Ciñéndonos a la realidad, el colegio funcionaba porque algunos de sus profesores y alumnos lo sacaban adelante a duras penas y con esfuerzo ya que nada iba bien sino al contrario: los muros se derrumbaban, las luchas entre el alumnado eran constantes, pocos seguían las normas impuestas, las aulas se caían a trozos, imperaba la ley del más fuerte, la locura parecía imponerse por encima de todo, las peleas se acrecentaban, el mobiliario moría lentamente, las reyertas, las discusiones, las envidias y los encontronazos entre todos eran el pan de cada día. El profesorado se sentía impotente ante los innumerables problemas a los que nadie daba solución. Y Don Pelayo cerraba los ojos y, sentado en su trono de desvaríos, soñaba con coronas de laurel como los antiguos emperadores romanos.

El día amaneció gris y pastoso. Aquella mañana impregnada de melancolía Don Pelayo decidió reunir a sus profesores para comunicarles una idea, genial bajo su perspectiva, con vistas a encarrilar determinadas asignaturas que, verdaderamente, no funcionaban como debían.

Y en medio de la expectación que había suscitado el hecho de que Don Pelayo se interesase al menos por uno de los cientos de problemas que aquejaban al centro, el director informó con solemnidad a sus profesores que, a partir del lunes, los libros de las asignaturas que impartían de nombre femenino (como la literatura o las ciencias) llevarían lazos rosas en las cubiertas y las que fueran de nombre masculino (como el arte o el dibujo) llevarían lazos azules, con vistas a concienciar a todos de la importancia que implicaba el hecho de diferenciar el género de ambos conceptos.

Los profesores, los ojos como platos y el alma encogida, se miraron unos a otros con incredulidad y permanecieron boquiabiertos al escuchar tan exultante solución a sus múltiples problemas. Mientras tanto, Don Pelayo se retiraba sonriente dando por hecho que era el mejor director que jamás hubiera tenido aquella escuela.

©Blanca del Cerro

#cuentosparapensarBlancadelcerro

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