sábado, 19 de febrero de 2022

Liliana Delucchi: Una casa en la montaña

 


Con los pies hinchados y una llaga en el talón, Rosa por fin logra sentarse frente a un cuadro. El museo está casi vacío, apenas unas pocas personas deambulan por las salas; el aire es fresco y la joven se desabrocha los primeros botones de la blusa. Utilizando el folleto que le han dado a la entrada a modo de abanico, hace unas cuantas respiraciones para relajarse. Detiene su mirada en una pintura. Contempla las vacas, el prado, las casas y, al fondo, las montañas.

—Montañas no, por favor —se da cuenta que lo ha dicho en voz alta y recorre el ambiente con los ojos. Afortunadamente, nadie la ha escuchado.

Habían alquilado una casa en la serranía. Para descansar los fines de semana, había dicho él. Para alejarnos del bullicio de la ciudad y dedicarnos a leer, escuchar música y dar paseos. Si bien a ella le encantaba perderse por las callejuelas de la capital, ver gente y tratar de imaginarse sus vidas, aceptó la idea. No le vendría mal un cambio de ambiente, aunque los bares llenos le recordaran que todavía era joven.

La vivienda estaba un poco desvencijada, pero el alquiler era accesible y había posibilidades de arreglarla.

—¿No te gusta la idea de diseñar un jardín en medio de esta maleza? —le preguntó Jacinto cuando vio que ella sorteaba como podía los restos de cacas secas que había por doquier.

Rosa odiaba trabajar la tierra, ni siquiera con guantes, pero dijo que sí. Estaba enamorada. Después de mucho tiempo de soledad había encontrado al hombre perfecto.

Para el verano la casa estaba terminada y pasaron allí el mes de agosto. La verdad es que el clima era agradable y los libros ayudaron a la joven a superar el vacío que le inspiraba tanto campo. El otoño cubrió los árboles con unos colores maravillosos, pero cuando llegó el invierno empezó a poner excusas para quedarse en el centro. Que tenía trabajo, el cumpleaños de una amiga, una despedida de soltera o la visita a una galería de arte. Sin embargo, Jacinto continuaba yendo los fines de semana a la casa de la montaña.

Aunque no vayas, considero que debes poner el dinero de la mitad de la renta, dado que estuviste de acuerdo cuando decidimos alquilarla —le dijo su novio un sábado por la mañana antes de partir.

¡Vaya por Dios!, pensó Rosa. Con eso podría renovar su fondo de armario, de todos modos, le entregó lo que pedía. Cuando se dio cuenta de que pasaban demasiado tiempo separados, le dijo que le haría una visita el domingo siguiente, entonces descubrió una expresión en la cara de Jacinto que no supo si era de sorpresa o de disgusto. Sin embargo, fue y cuando encontró en el cuarto de baño un frasco de perfume que no era suyo, él dijo que se lo había comprado para ella, una nueva marca que anunciaban por televisión.

A la verdadera propietaria de la esencia la conoció el día que se le ocurrió ir a la casita sin avisar. La mujer se comportaba como la señora de la casa y Jacinto como un marido complaciente. Después de mirarla con burla, la intrusa arrojó a la cara de Rosa una considerable cantidad de improperios y la afirmación de que debía abandonar el lugar, entre otras cosas, porque se consideraba propietaria dado que pagaba la mitad del alquiler. La desalojada no quiso que la llevaran a la estación, volvió a pie para coger el primer tren que la devolviera a la capital. Y caminó hasta que sus piernas le dijeron que ya era suficiente. Por eso entró en el museo.

Mira el canal que hay en el cuadro y siente que se sumerge en él hasta las rodillas. Camina sin hacer caso al ganado ni a las flores de la pradera. Sigue adelante, solo puede ver la montaña, una casa reformada, una pareja preparando la comida del domingo, a Jacinto con un rastrillo, a la mujer del perfume que sale al jardín, coge una pala y la levanta por el aire para dejarla caer sobre la cabeza de Rosa. Un golpe, dos. ¡Qué horror! Piensa la agredida ¡Morir en este sitio!

En la penumbra del museo una voz anuncia que van a cerrar. Cuando el guardia de seguridad hace su ronda por las salas, descubre a una joven sentada frente a una pintura de Mallebrera con el cráneo partido.

© Liliana Delucchi

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