A Bruno, desde niño, le
gustaba comer la fruta acompañada de pan. Según la temporada, así la fruta. Le
fascinaba la manzana tanto como a Adán que no fue capaz de resistirse a ella; tanto
como a Rembrandt que las plasmó tan ricas y apetitosas en un lienzo; tanto como
ese cuadro de Cézanne que impresiona solo con verle.
Era tal la deliciosa
sensación que experimentaba en el momento de merendarla que hacía de este acto
un verdadero ritual. Aspiraba su fragancia y recitaba el poema «La rosa del
jardinero», porque según él había una relación botánica entre la manzana y la
rosa. Luego la frotaba en la manga del jersey para que aflorara el palpitante
tono de su piel, que unas veces era rojo, dorado o verde. Por fin llegaba el momento
de darle el primer mordisco y dejar fluir el dulce jugo por su garganta,
mientras la masticaba bien despacio.
Y llegaba la hora de dar su
paseo vespertino. Por el camino se encontraba con los cuatro amigos de toda la
vida y echando una parrafada llegaban al bar para jugar a las cartas.
Hay manzanas de todo tipo,
las de toda la vida y las que han inmigrado, eso se lo dijo Bruno a Gervasio
que tenía un terreno plantado de manzanos. A ese terreno se le llama pomarada,
que deriva del latín poma que significa manzana, aclaró otro. A Gervasio de
donde derivara el nombre le tenía sin cuidado, pero que sus manzanas fueran las
mejores de su pueblo, hacía que se sintiera como un pavo real enseñando su
abanico.
Aquel día el hijo del
tabernero, que estudiaba en la capital, presumiendo de idiomas dijo:
−«An Apple a day keeps the
doctor away».
−En cristiano −pidieron los
cuatro.
−Que una manzana al día
mantiene al doctor en la lejanía.
−Tiene razón el refrán. Trae
más vino.
Se miraron entre sí y alzando
las cejas susurraron:
¡Estos chicos de ahora no son
como los de antes!
© Marieta Alonso Más
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