Con la juventud acabada entre las aguas perfumadas con sales de rosas de las bañeras de los hoteles más lujosos, Babette vio amanecer. La lechosa luz se colaba entre las rendijas de las cortinas, mezclándose con la de las velas rojas que adornaban la mesa. Siente que hace ya horas que el humo del cigarrillo que le enrojece los ojos, se le queda pegado al paladar.
Desde muy pequeña Babette se llevaba del puesto de su madre en el mercado de las flores, los ramilletes de violetas para luego venderlos a los elegantes caballeros que salen del teatro de la ópera. Y fue uno el que, al dejarle las monedas en la palma de la mano, fijó en ella sus negros, brillantes y emocionados ojos, haciéndola estremecer. Sus apenas quince años fueron incapaces de ver la sordidez del oscuro deseo de lo que Babette entendió como pasión.
Durante varias noches se buscaron y cuando los últimos asistentes a la función desaparecían, escondidos entre las columnas, ellos se llenaban las manos de caricias. Luego, al amanecer, después de un largo y apasionado beso, se despedían.
Aquella noche, y aunque ella percibió que la luz despejaba el cielo, él continuaba besándola sin parecer importarle el tiempo. De pronto, se separó y peinándose con los dedos los descabalados rizos, la invitó a desayunar. Cogidos de la mano corrieron hasta un café que no cerraba en toda la noche. Sin soltarla, André se dirigió directamente al fondo de la sala. A un velador de mármol blanco, con una copa de coñac entre los dedos, estaba sentado un caballero de cierta edad. Se lo presentó como un amigo de su padre que visitaba París.
A la mañana siguiente, a Babette la despertó una jovencita uniformada de negro. Era la camarera de piso del hotel. Buenos días, señorita, la voz que pronunció aquellas palabras le taladró el cerebro. La muchacha dejó la bandeja con un copioso desayuno sobre una mesita al lado de la ventana. Después descorrió con fuerza las gruesas cortinas de brocado azul. La brillante luz le hizo darse cuenta a Babette que debía de estar muy avanzada la mañana. Antes de retirarse, la doncella se acercó a la cama, sacó del bolsillo del tieso delantal un sobre que le entregó, no sin antes dedicarle una lánguida y despectiva sonrisa. Con la emoción del que abre una carta por primera vez, rasgó el sobre. El que ella creía su enamorado, decía que un asunto urgente le obligaba a dejarla sola en la habitación, y que, tranquila, esperara allí su vuelta.
Babette saltó de la cama. Su desnudez se reflejaba en el espejo del armario y cruzó los brazos sobre el pecho. Se acercó de nuevo a la cama y con la colcha, del mismo azul que las cortinas, aunque esta era de liviana seda, se la colocó sobre los hombros como si fuera una capa. Lenta, se llevó la mano al cuello. Era el mismo y elegante gesto, que tantas veces vio hacer a las damas al salir de la ópera para protegerse la garganta del frío, y que ella contemplaba con envidia. Envuelta en la lujosa tela, pensaba que era una reina cuando se sentó a la mesa. Mientras mordisqueaba un brioche atisbaba por la rendija de la puerta del cuarto de baño. Dejando caer la colcha al suelo, cruzó la habitación y entró en él. Una bañera de hierro con garras pintadas de negro como patas, parecía estar esperándola. Abrió los grifos y echó al agua el contenido de un frasco de sales. El baño se inundó con un fuerte perfume a rosas. Nunca había utilizado una bañera y, temerosa, se introdujo en ella. El perfume y las caricias del agua la adormecieron. Cerró los ojos y se mantuvo quieta hasta que sintió frío.
Entró de nuevo en la habitación. Sin que ella se hubiera dado cuenta alguien la había ordenado. La colcha que dejó tirada, lisa y resplandeciente, estaba sobre la cama. Y fue en ese instante cuando percibió un fajo de billetes sobre la mesilla. Calculaba las noches que tendría que estar vendiendo violetas cuando la puerta se abrió. André y el caballero que reconoció como el que la noche anterior estaba sentado delante del velador de mármol, se quedaron contemplando su desnudez. Mientras su adorado André se acercaba a ella quitándose la camisa, el hombre de grueso vientre, flácidas mejillas y febriles ojos, se sentó al lado de la ventana. Casi parecía que quisiera esconderse entre los pliegues de las cortinas.
A partir de ese instante la vida de Babette cambió, y la de su madre también.
Pasados unos meses, tanto André como el caballero, desaparecieron de su vida, no sin antes haber contado entre sus amigos la docilidad de la muchacha. Y ellas, ya buenas conocedoras de aquellas artes, pronto encontraron a otras parejas que la desearan, solo que, ahora, era su madre la que ponía precio a sus servicios.
Sentada a la mesa del cabaret de moda, Babette dejó la copa de champán sobre la mesa. Ahora, no solo el humo del cigarrillo que le enrojecía los ojos se le pegaba al paladar, sino que también sintió en la boca la acidez del licor que antes la hizo reír. Cansada, percibió de pronto el peso de los surcos que durante años fueron dejando las diferentes manos en su piel, que ya flácida, casi no podía sostener el maquillaje.
El ruido de las risas, cánticos y gemidos de las parejas a su alrededor le borraron la sonrisa. Recordó con amargura la obscena mirada del caballero sentado entre las cortinas de la habitación del lujoso hotel, del que ni tan siquiera llegó a conocer el nombre. Se llevó la punta de un dedo al lagrimal. Creyó que el humo del cigarrillo le hacía llorar los ojos.
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