miércoles, 13 de septiembre de 2023

Malena Teigeiro: También le llamaron Gerardo

 


Siempre me había gustado pasear con mi padre por los bosques de robles y castaños que rodean el monasterio. También subir a la cima de ellos y ver desde arriba los fuertes y robustos muros de piedra que lo cercaban, aunque desde lejos parecieran pequeños y frágiles. Siempre tenía la impresión de que si los empujaba con la punta del dedo los podía tirar. Eso al menos era lo que quería hacer mi padre, según decía cada noche delante de su vaso de vino. Mi madre al oírlo se santiguaba, quizá pidiendo a la Santiña que lo perdonara. Luego me agarraba por el cuello de la chaqueta y me llevaba a la cama. No quería que lo oyera. Pero lo que no sabía mamá era que cuando mi padre me llevaba de caza, me subía a lo alto del monte, y estirando la mano la convertía en una misteriosa pistola que disparaba sobre los paredones del monasterio. Eran tan fuertes sus disparos que yo los veía desmoronarse una y otra vez como si en vez de estar construidos con fuertes piedras fueran hechos con arena de la playa.

Mi padre y mi madre se conocían desde niños y siempre habían estado juntos. Y aunque mis abuelos habían advertido a su hija sobre el extraño carácter de aquel hombre, como siempre suele ocurrir, mamá, enamorada, no hizo caso. Yo nací, según decían por la aldea, antes de tiempo, y eso al parecer obligó a mis abuelos a permitir que mis padres contrajeran matrimonio. Y lo hicieron allí, en el Monasterio de Osera, delante de la joven Santiña de piedra de la que la familia de mi abuela era muy devota. Y delante de Ella también me bautizaron. Me llamaron Gerardo.

Como decía, mi abuela era muy devota de la Joven Santa, y desde que comenzó la guerra y mi padre fue llamado a filas, ella y su hija acudían a rezarle. Iban siempre juntas. Unos crespones negros les cubrían los cabellos mientras musitaban sus oraciones. Yo solía estar sentado a su lado jugando con mi tirachinas. A veces estiraba la goma y me imaginaba en el monte disparando a los pajaritos mientras escuchaba a mi madre pedir para que el iluminado de mi padre, como le llamaba mi abuela, sorteara todos los peligros de aquella guerra y volviera pronto a la aldea. Yo entonces no entendía por qué mi querida abuela le nombraba como el Iluminado, cuando se llamaba Gerardo como su padre y como yo.

Era un día de fina lluvia, como la que caía casi siempre por aquellos montes, que más que lluvia parecía niebla, cuando de la mano de mi abuela subimos hasta el monasterio. Y como siempre también, mi abuela iba a hacer sus súplicas. Esa mañana caminamos solos y en silencio, pues mi madre había acudido a la ciudad. Quería recoger directamente las cartas a ver si había alguna de mi padre. Y como era la costumbre de la abuela, entramos en el santuario y nos dirigimos directamente a la capilla de la Santiña. Ella se arrodilló en el banco y yo me senté a su lado. El frío era tanto y tan intenso que hacía que mis rodillas chocaran una contra la otra. Estaba entretenido con el ruido que hacían mis huesos al chocar cuando me quedé tieso. Ella que siempre rezaba en voz alta, como si exigiera que se cumplieran sus súplicas, esa vez lo hacía tímida, zalamera. ¿Qué era lo que estaba diciendo? Sí. Hablaba de mi padre. Decía que ella no le deseaba nada malo al Iluminado, pero que si se perdía un tiro y esa bala en el camino hacia el que iba dirigida se encontrara, por ejemplo, con la cabeza de Gerardo, pues que no lo privara de ella. Y la vi encoger los hombros. ¿Qué mejor oportunidad de prestar un servicio a su patria iba a encontrar aquel muchacho, que andaba siempre borracho, y en malas artes, que la de salvar la vida de aquel al que iba dirigida? Levantó la cabeza y el velo se le escurrió hacia atrás. Mientras le sonreía a la santa, la abuela con sus retorcidos dedos tiró del velo y lo dejó en su sitio. Volvió a cruzar las manos y continuó. ¡Qué otra cosa mejor podía desearle a Gerardo que se encontrara cuanto antes en los brazos del Señor!

Elevé la mirada hacia la Santiña. Muy contenta no se la veía, la verdad. Sentí el peso de su mirada de piedra sobre mi cabeza y, como era bajito, me pareció que me aplastaba. El aire comenzó a faltarme y sentí un ligero mareo. Creí morir. ¿Pero qué era lo que estaba pidiendo mi abuela? Como pude, pálido y desencajado, me levanté del duro asiento de madera. Y señalando a mi abuela grité:

––Ese del que habla no soy yo. Es mi padre.

© Malena Teigeiro

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