Me llamo… ¡Qué importa mi
nombre! Soy mujer. Por lo tanto, una contradicción. Eso diría el tío Tomás que
tenía un serio enfrentamiento con las de mi sexo después de casarse siete veces.
Me miro al espejo y compruebo
que hace algunos años medía un metro y cincuenta y cinco centímetros, con la
edad he menguado a metro y medio. En cambio, he subido de peso. Debe ser porque
me gusta el arroz con leche, unos días con canela y otros me la pide el cuerpo.
Ahora llevo gafas para leer. Antes no. Desde niña veía con el ojo izquierdo de
lejos y con el derecho de cerca. Tras la operación de cataratas solo veo bien
de lejos. Hay que ver cómo cambiamos con el paso del tiempo.
A veces me siento como un
árbol centenario, como ese ahuehuete que de vez en cuando visito en El Retiro.
Me comprende mejor que muchos mortales con los que no logro entenderme. Lo
siento así cuando descoso mis labios para hablarle de mis cuitas y me contesta en
susurros.
Si por mí fuera estaría todos
los meses un día aquí y otro allí. Viajar es uno de los mayores placeres. Me
gusta. A mi ritmo. Recreándome con las iglesias y catedrales, los monumentos,
las calles estrechas, las avenidas, los parques, los árboles, la gente…
En apariencia el género
humano tiene las mismas necesidades, pero lo que hace único a un país, es la
forma de enfrentarse a lo cotidiano. Unos al caer la noche se encierran en sus
casas, a descansar, dicen. Otros, como yo, son tan callejeros que si se cayera
el tejado de su casa no sufrirían daño alguno.
Ya lo dijo no sé quién: «La
vida es bella».
© Marieta Alonso Más
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