Yendo hacia el exilio logró
camuflar dentro de un sencillo moño bajo aquel collar de perlas, regalo de su
abuela cuando cumplió los dieciocho años. Al entregárselo hizo aquel comentario
tan inquietante.
‒No lo luzcas nunca, querida
niña. Es la joya de la familia. Trae mala suerte ponerla al cuello, pero te
dará de comer en caso de necesidad.
Guardó el estuche entre la
ropa blanca, esas sábanas de hilo bordadas que también le regaló y que tampoco
usó por el trabajo que daba plancharlas.
En el momento de partir, simulando
entereza, aunque tenía un pavor que se le debía notar, fue hacia el cubículo
donde hacían los registros personales. La revisaron de arriba a abajo, pero en su
cabeza de anciana ni se fijaron.
Mientras tanto, hizo un
repaso de su vida. Después de cumplir la mayoría de edad, su día de nacimiento
se desbocó y en un santiamén llegó a los ochenta y cinco años con tres
matrimonios, dos divorcios, una viudedad, tres hijos y seis nietos, a los que
animó ‒más bien empujó‒ a marchar en una balsa y que llegaron sanos y salvos al
país adonde ella ahora se dirigía.
Si lograba pasar indemne de
aquel registro la vida les sonreiría. Hubo un momento de tensión en el que se
le encogió el ombligo. Falsa alarma. La mandaron salir y vio cómo registraban
su maleta. Los tacones, aunque bajos, hacían que se balanceara al no poder
controlar las rodillas.
Ya en el avión un suspiro de
alivio la envolvió. Todo iba bien. Acababa de esquivar algo muy grave que mejor
no describir con palabras.
A insensata, testaruda,
chiflada y muy valiente no te gana nadie, mamá. Eso le dirían sus hijos cuando
ella, a su llegada, con un gesto teatral deshiciera aquel rodete y las perlas
ensartadas se fueran deslizando, despacio, por su curva espalda. Ya estaría al
tanto para que no cayeran al suelo.
© Marieta Alonso Más
No hay comentarios:
Publicar un comentario