Con expresión de aburrimiento, la
familia está reunida en el apenas iluminado salón del despacho del
Notario Fonseca. El anciano, que lleva los negocios de la familia desde
hace años, entra arrastrando los pies y sujetándose los quevedos sobre
su arrugada nariz.
Han sido convocados para la lectura del
testamento de doña Rebeca Mora, fallecida hace poco tiempo. De luto
riguroso, su hija y nietas se sientan en semicírculo en la estancia que
huele a humedad y a flores pasadas.
Elena recuerda la última vez que vio a
su abuela, antes de partir al extranjero donde permaneció más tiempo del
que hubiera querido. Era la fiesta de compromiso de su hermana mayor,
Jacinta, y la cabeza de familia quiso agasajar a su nieta con una fiesta
por todo lo alto. Con un vestido de seda azul, adornado únicamente por
los dos cocodrilos como broches, uno a cada lado del escote, la dama
hizo su entrada en el salón. Todos estaban relativamente sosos y
aburridos; incluso cuando hubieron bebido mucho champaña y empezado a
cortar el aire con ese singular y áspero sonido de voces cultas que
suelen alzarse en los torneos de conversación, ni una sola vez se
traicionaban con frases que pudiesen alterar la fastidiosa trivialidad
con que revestían temas serios, o la mortal pesadez con que discutían
lo trivial. Los huesudos hombros de Jacinta temblaban de gozo por el
éxito que todo ello significaba.
Elena se dirigió a los ventanales a
tomar un poco de aire. La anciana, viéndola sola se acercó,
preguntándole qué podía haber en Francia para que tuviera que marcharse.
-Cosas bonitas, abuela, como esos broches que llevas.
-Aunque podría usarlos como collar, si
uniera los cocodrilos, temo que se confabulen contra mí y terminen
ahogándome. Recuérdalo cuando sea tuyo.
Y los ojos de la nieta se perdieron en el brillo de los diamantes y las esmeraldas.
Nunca se habían llevado bien las dos
hermanas y ni siquiera la separación, que a veces suele suavizar las
desavenencias, hizo lo que se esperaba. Mientras Elena acumulaba masters
y títulos en Francia que la llevaron a ser una profesional de éxito,
Jacinta permaneció en casa ocupando, poco a poco, el espacio que su
madre por propia voluntad dejaba en la dirección familiar y acercándose
cada vez más a la matriarca. Por eso a la “extranjera” no le llamó la
atención escuchar de la voz cascada del Notario Fonseca que los famosos
cocodrilos diseñados por Cartier fueran para la mayor.
-Recuerda que la abuela nunca los usaba
como collar, por si la asfixiaban –dijo Elena. Con los ojos llenos de
triunfo, Jacinta pensó que quien seguramente se había quedado sin
respiración era ella, pero de envidia.
La orquesta de Viena, con su habitual
Concierto de Año Nuevo, sonaba en el televisor de Elena cuando el timbre
del teléfono la sobresaltó. Era su madre, quien entre sollozos le contó
que Jacinta había muerto la noche anterior. Cansada de la fiesta de Fin
de Año a la que había asistido, se acostó sin quitarse el collar de los
cocodrilos y no se sabe cómo ni por qué, a la mañana siguiente su
marido la encontró sin vida y con una mano aferrada a la cabeza de los
reptiles.
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