Mi
hermana y yo somos gemelas. Tenemos cinco años. Ella se llama América y yo
Europa. Cosa de mis padres. A nosotras nos gustaría llamarnos Carmencita y
Pilarín, pero no puede ser. Hay unos libros donde ya están escritos nuestros
nombres.
Hace
muchos días vinieron los abuelos a nuestra casa pusieron sábanas a los muebles,
rellenaron una maleta con nuestra ropa, juguetes y un montón de papeles. Nos
trajeron a su pueblo. Dicen que nuestros padres se fueron de viaje, nada menos
que a la luna.
La
casa de los abuelos está muy cerca del río, es muy grande, con los techos muy
altos, por las noches se oyen ruidos muy extraños, las maderas crujen como si
alguien las pisara. El abuelo dice que no nos preocupemos, que son los
fantasmas.
Y
nuestra mente de niñas se envalentonó, unas veces eran fantasmas buenos, otras
malos. Se lo preguntamos a la abuela y nos dijo que ni fu ni fa y siguió con la
cena. Las dos tomadas de la mano nos sentamos a pensar que así se llamaban y
que por las noches con unas sábanas blancas mecidas por el viento entraban en
nuestra habitación, se nos quedaban mirando y luego, ante el ventanal,
contemplaban la luna.
Esa
noche delante de la foto de bodas de nuestros padres les hablamos muy
seriamente. Que regresaran, que se dejaran de tanto viajar, que cerca de
nosotras vivían unos fantasmas a los que les gustaba la luna y que, quizás, por
estar hambrientos —la abuela nos obligaba a comerlo todo— a lo mejor pretendían
tragarse a los turistas de la luna. Que tuvieran mucho cuidado.
Al
día siguiente estábamos jugando con nuestras muñecas tiradas en el suelo del
comedor, cuando oímos a la abuela hablar en susurros con la vecina. Como es
natural nos levantamos y pegamos las orejas a la puerta. Le decía llorando la
tragedia que había caído sobre nuestra familia. Nuestros padres habían muerto
en un accidente de coche.
Ahora
sí que lo comprendimos todo. Los fantasmas no eran unos extraños, eran nuestros
padres que nos arropaban de noche.
© Marieta Alonso Más
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