Las voces se elevaban hacia las nubes, llegando
hasta el cielo y más allá. Y eran unas voces fantásticas, únicas,
extraordinarias, que hacían piruetas por el aire, se enroscaban alrededor del
viento y trazaban caminos de fantasía ante un variopinto auditorio que
permanecía en absoluto silencio y escuchaba embelesado. Era aquella una melodía
arrolladora que se introducía por los poros y creaba surcos de melancolía y
sueños debajo de la piel. Y ellos, los allí presentes, se sentían atrapados y transportados
por aquel canto irrepetible, sin ser conscientes de la exclusividad de tan
delicioso sonido. Las notas subían y descendían sin cesar formando una suerte
de lluvia eterna de sones infinitos. Más que voces parecían caricias.
Era la
señal del inicio de la primavera.
Ellos,
los habitantes de aquel singular paraíso terrenal, cerraban los ojos y se
limitaban a escuchar.
Sucedía
todos los años. En el centro de la oscuridad profunda, entre grandiosas
montañas cubiertas de nieve, donde nadie tenía acceso salvo multitud de
animales de todos los tamaños y condiciones, el bosque apiñado se desparramaba
inmenso, cuajado de árboles infinitos, extendiéndose hasta perderse de vista,
una especie de sombra esmeralda formada por miles de troncos, miles de ramas,
miles de hojas, que se desperezaban repentinamente del aullido del invierno. Y
allí, en aquel valle oculto a los ojos del mundo, cuya existencia sólo conocían
los animales que lo poblaban, la primavera despertaba con un canto único e
inigualable, jamás escuchado por ningún oído humano. Miles de voces subiendo,
miles de voces desgranando arpegios, miles de voces arrullando el sendero de la
perfección absoluta. Miles de voces verdes.
Era el
cántico de los árboles.
En el
mismo instante del inicio de la primavera, los árboles empezaban a entonar un
murmullo suave, muy suave, y tenue, muy tenue, cuyas notas se elevaban hasta el
firmamento y llegaban a todos los rincones de aquella inmensidad. Los árboles,
cuajados de brotes verdes, se transformaban como por arte de magia en un coro
singular y entonaban una melodía indescriptible. Se diría el saludo de la
naturaleza a la vida.
Era
como un orfeón de color esmeralda.
Y ante
tal acontecimiento, todos los habitantes de los alrededores se congregaban embobados
a escuchar el canto de los árboles. Cientos de animales, desde los más grandes
hasta los más pequeños, desde los enormes elefantes hasta las diminutas
hormigas, desde los terroríficos tigres hasta las tiernas gacelas, se acercaban
silenciosos al centro del valle para disfrutar de aquel acontecimiento único. Un
año tras otro, a lo largo de los siglos, los leones, los pumas, los lobos y los
leopardos se aposentaban junto a los impalas, los ciervos, los antílopes y las
cebras. Resultaba curioso contemplar a tantos y tan distintos animales unidos y
reunidos por el cántico del orfeón esmeralda, sin prestarse la más mínima
atención unos a otros. Su interés quedaba exclusivamente centrado en la música
que desgranaba el bosque. Y todos ellos sin excepción olvidaban ese día sus
luchas, sus disensiones y sus diferencias. Su única ocupación consistía en escuchar.
Así
venía sucediendo desde el principio de los siglos.
Al
finalizar el primer día de la primavera, cuando el canto de bienvenida cesaba, no
quedando en el aire más que un suave murmullo de cadencias y ausencias, los
animales se retiraban en silencio, cabizbajos, somnolientos, impregnados de melodías
jamás escuchadas hasta entonces, y volvían a su vida cotidiana, a su ir y venir
continuo y a su lucha diaria por la subsistencia.
El
cántico del orfeón esmeralda no duraba más que un día, pero era un día
fastuoso.
Por las
venas de todos los animales del valle galopaban inquietas las maravillosas
voces de los árboles cantores y allí quedaban encerradas. Hasta el año
siguiente.
Y todo
volvía a la normalidad.
Sólo
ella, la Naturaleza viva, compuesta de plantas y animales, era conocedora de
aquel rincón oculto y de aquel fenómeno inexplicable que tenía lugar año tras
año. Los hombres ignoraban que allá, en el fondo de la oscuridad, se extendía
una jungla todavía virgen. Los hombres jamás habían pisado el valle. Los hombres nada sabían de su existencia. Los
hombres…
Pero un
día aparecieron.
La zona
entera sufrió un estertor de sombras oscuras.
Un día
aparecieron a lo lejos, un punto lejano que fue agrandándose y agrandándose,
hasta llegar al borde de la jungla. Aparecieron en un vehículo negro que dejaba
extrañas huellas en el suelo. De aquel aparato compuesto de ruidos y estallidos
salieron tres personas que, absortas y ensimismadas, contemplaron el fastuoso
panorama de árboles infinitos extendiéndose ante ellos, hasta el horizonte y
más allá. Las tres personas, dos hombres y una mujer, se sintieron muy felices,
sonrieron, hablaron, se acercaron a la linde de los bosques apiñados, incluso
palparon los árboles, mantuvieron una larga conversación de palabras perdidas,
montaron de nuevo en el vehículo y se alejaron dejando tras de sí un
terrorífico olor a humanidad.
La zona
entera exhaló un suspiro de alivio. Pero no pudo evitar el trallazo de un
espantoso temblor en las entrañas.
Los
hombres habían descubierto su existencia.
Transcurrieron
varios días de dudas e incertidumbres. Los animales se mantenían alerta. Las
plantas habían reducido su sonido al mínimo. El silencio se adueñó
repentinamente de la zona esmeralda, un silencio teñido del color granate de la
desesperación.
El
valle entero quedó encerrado en un interrogante que se propagaba hasta más allá
de su propio horizonte. Una inmensa duda se hizo dueña del entorno.
Y ellos
volvieron. La zona entera tembló de nuevo. Volvieron provistos de camiones, de máquinas
y de artilugios desconocidos. La zona entera sufrió una conmoción. Llegaron con
muchos vehículos y aparatos, y una multitud de hombres y mujeres se aposentaron
en el valle, plantaron tiendas de campaña, descargaron extrañas máquinas,
investigaron, midieron, hablaron, se perdieron entre los árboles y las ramas de
aquel paraíso verde, impregnaron con su olor y su sabor los rincones del
bosque, hicieron fogatas, comieron, durmieron allí durante muchos días,
conversaron, se desplazaron de un lado a otro, un movimiento continuo de seres
humanos. Mientras tanto, plantas y animales esperaban temblando.
Y un
día tranquilo de viento suave, cuando el corazón del valle todavía palpitaba
lento y nada hacía presagiar la inminente catástrofe a punto de producirse, los
hombres de aquella expedición sacaron del fondo de los vehículos unas potentes
sierras de dientes afilados, conectaron sus motores y empezaron a cortar todos
y cada uno de los troncos del orfeón esmeralda.
El
silencio se condensó prieto mientras en el aire se hacían añicos los sueños. El
único sonido que se elevaba hasta los cielos era el espeluznante chirrido de
las sierras.
Los
hombres sonreían.
Los
árboles caían uno a uno.
Los
animales contemplaban espantados el fin de su querido entorno.
Si
alguien hubiera querido escuchar al viento, habría percibido los ecos de un
fabuloso lamento paseándose sobre las cabezas de todos los testigos de aquella
espantosa masacre.
Y así,
día tras día, sin cesar durante mucho tiempo, durante un tiempo interminable.
Los
hombres cortaban, los troncos caían, los camiones se aproximaban y cargaban los
tristes cadáveres de los árboles, las hojas sembraban los caminos, unos
vehículos se alejaban, otros volvían a continuar la labor, siempre proseguían, nunca
terminaban. Ocultos entre piedras y grutas, desplazados cada vez más hacia las
montañas, los animales observaban atónitos el pausado despoblamiento de su
hogar.
La nada
iba adueñándose lentamente del centro del valle.
Y así,
muchas horas, y muchas semanas, y muchos meses.
Por
fin, un día muy oscuro y triste, tan triste como los ojos ahora cerrados del
bosque, los hombres, plagados de sonrisas y triunfos, muy orgullosos de sí
mismos y de su gran hazaña, se reunieron ante su magnífica obra y decidieron
dar por terminada su labor de destrucción. Desmontaron sus tiendas de campaña,
recogieron sus enseres, pusieron en marcha sus vehículos y se alejaron tal y
como habían venido, dejando a su alrededor un desierto de sombras, un páramo de
soledades huecas y un silencio de lágrimas.
En el
valle quedó una mancha profunda y negra como la noche, una mancha que se
extendía lívida y abarcaba la casi totalidad de lo que anteriormente había sido
un edén.
Los
animales caminaban cabizbajos, ocultándose en cuevas y oquedades, repartiéndose
por los montes cercanos, preguntándose qué habían hecho ellos para que aquellos
seres les hubieran despojado de su hogar.
La luz
era más triste que antes, y el aire más sucio, y el viento rugía y rugía con
mayor intensidad.
El
orfeón esmeralda había caído fulminado por las ansias de los hombres. El orfeón
esmeralda había desaparecido por completo de la faz de la Tierra. Todo era
tristeza en el valle porque ellos, sus habitantes, creían que el orfeón
esmeralda nunca más volvería a entonar su delicioso canto de bienvenida a la
primavera.
Pero no
era cierto.
Sí era
cierto que el orfeón esmeralda jamás se escucharía de nuevo en el entorno, que
sus voces no despertarían del invierno para saludar la llegada de las flores y
los frutos, que sus melodías nunca más repetirían notas fastuosas elevándose
hasta el infinito, pero allá arriba, en un lugar por todos ignorado y por nadie
conocido, en el denominado Cielo de la Naturaleza, el orfeón esmeralda
continuaría desgranando sus canciones por toda la eternidad.
Allí,
en ese increíble paraíso, es donde descansan para siempre todas las plantas,
todas las flores y todos los árboles cortados y derribados. Es ése un lugar misterioso
de cuya existencia no tienen constancia los hombres. Y fue allí donde el orfeón
esmeralda se aposentó de inmediato, reunió sus maravillosas voces y, al igual
que había hecho en la Tierra, empezó a entonar su melodioso canto.
Y allí
continúa.
Dicen
que los árboles ahora siempre están engalanados de verde porque en ese
fantástico emplazamiento no existen las estaciones, puesto que siempre es
primavera.
Dicen
que, pese a no encontrarse en la Tierra, los árboles son muy felices y cantan y
cantan sin parar para celebrarlo.
Dicen
que todo sigue igual, que nada ha variado salvo el entorno, que los árboles
ahora siempre repiten de continuo sus quiméricos cantos con las mismas voces,
aunque éstas ya no se elevan hasta los cielos, sino que se quedan allí entre
ellos, porque no pueden subir más alto.
Y dicen que sus voces continúan siendo magníficas, fantásticas, sublimes, tan deliciosas que hasta los ángeles se acercan por los alrededores de aquel lugar exclusivamente dedicado a la Naturaleza y, ocultándose tras las nubes, se detienen a escucharlas.

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