Cuando entró en el comedor, Jacinto no pudo menos que sonreír. Tan amarillo y luminoso, tan armónico y ordenado; impasible siempre a las tormentas que estallaban en él, esas tormentas silenciosas y calladas, colmadas de medias sonrisas y bisbiseos.
A pesar de encontrarlo vacío, podía recordar qué lugar ocupaba cada uno a la mesa durante las celebraciones: la abuela y el abuelo en una de las cabeceras, sus padres en la otra y los tíos y tías, a los lados, de acuerdo con su edad. Cuanto mayores, más cerca de los anfitriones, esos dos ancianos de pelo blanco y gesto amable.
Jacinto y sus primos eran relegados al office hasta que tenían los años y los modales adecuados para integrarse con los adultos, lo cual le parecía injusto, ya que los niños de su edad resultaban aburridísimos. Solo hablaban de deportes y de juegos que nuestro protagonista resolvía antes siquiera de que los otros terminaran de plantearlos.
Como ese reducto para infantes solo estaba controlado por una asistenta, Jacinto escapaba al jardín, a su habitación y al comedor principal, donde más le gustaba. Invariablemente detrás de una cortina o cualquier escondite desde donde pudiera escuchar las conversaciones y captar los gestos de sus parientes.
El joven soñaba con ser escritor y había oído que quienes aspiran a ese oficio han de ser, por encima de todo, cotillas. Siempre iba acompañado por un cuaderno donde anotaba frases, expresiones y gestos de los que consideraba llegarían a ser los personajes de sus relatos.
Una tarde de invierno, previa a las celebraciones navideñas, el niño, que contaba ocho años, estaba sentado a una mesa del jardín. Con abrigo, capucha y mitones, escribía lo que consideraba sería su primera novela. Comenzaba así: «Nació en 1870. A los veinte años, Lindor Covas tenía veinte años».
El aspirante a literato no se dio cuenta de que su tío Pancracio estaba a sus espaldas leyendo lo que él escribía, quien no solo lanzó una risotada, sino que durante la cena, con su voz fuerte y vulgar, relató a los demás comensales lo ocurrido.
Jacinto apretó las mandíbulas para no gritar, controló su furia y juró venganza.
No tuvo que esperar mucho tiempo, ya que, durante la cena de Noche Vieja, aburrido y un poco cansado, se escondió debajo de la mesa de los mayores, agradeciendo por primera vez que la naturaleza lo hiciese tan menudo. Cuál no sería su sorpresa, cuando tuvo que apartarse al rincón junto a los pies de los abuelos, dado que por el centro de aquel espacio bajo el largo mantel, los pies de los comensales se movían y acariciaban unos a otros. Pudo ver cómo las uñas pintadas debajo de la media de la tía Maruja, acariciaba la entrepierna del tío Anastasio, su cuñado, mientras que la mano de Pancracio se metía debajo de la falda de la hermana de su esposa.
Jacinto se mantenía inmóvil, contiguo a los juanetes del abuelo, casi sin respirar y rogando al cielo que no lo sorprendiera un estornudo que diera al traste con su escondite. Esos adultos presuntuosos e hipócritas le habían servido en bandeja su futuro desagravio. Nadie se ríe de Jacinto, y menos el patán de Pancracio.
La tía Hildegard, esposa de Pancracio, era una matrona alemana alta, fuerte y con un trasero de grandes proporciones, al que no le cabía el tanga de encaje rojo que encontró entre la ropa de su marido y que pertenecían a su hermana.
Desde su habitación, Jacinto escuchó portazos, insultos de ellos y chillidos de ellas. El «…y tú más» se repetía por los pasillos así como el estruendo de los coches que partieron casi derrapando.
Pasó el tiempo y aquel niño se convirtió en lo que siempre había deseado. Una tarde, mientras firmaba ejemplares de su primera novela, el tío Pancracio, con su sentido del humor habitual, se acercó para preguntarle si recordaba el nombre de aquel que a los veinte años tenía veinte años, a lo que el escritor respondió: «Hildegard».
El hermano de su padre solo atinó a decir: serás cabrón.

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