martes, 19 de mayo de 2020

Liliana Delucchi: La luna y los espejos


Consentidora de mil prodigios, la luna siempre ha estado presente a lo largo de mi vida. Su carácter femenino y, por tanto ambivalente, nos ha permitido desarrollarnos en un universo de marcada condición masculina. Ellos veneran al sol, porque bajo sus rayos todo está claro, no hay lugar para dobleces. Nosotras nos movemos en las turbias sombras de la noche. De ahí nuestra complejidad.

Nunca había entendido el axioma de viajar para encontrarse, pero eso fue lo que sucedió.

Pasé la niñez en Saint Tropez, donde el traje de baño era un cuerpo desnudo y la desinhibición fluía en mil juegos con un mar que conformó mi personalidad. Nunca olvidaré mi primer día en el apartamento que compartía en la universidad de Lyon con Michelle, una rubia de Turena, y Charlotte, la mejor sonrisa de Lemosín, cuando al salir del baño sin ropa noté que casi se escandalizaban. Mi educación mediterránea poco tenía que ver con el interior recatado de Francia. Ésta y otras diferencias marcaron nuestra relación de una forma positiva. Sobre todo con Michelle, quien solía quedarse horas conversando, contándome cosas de su vida, como para que yo las juzgara y emitiera algún veredicto. De alguna forma, necesitaba de mi aprobación. Jamás quise ir tan lejos, con lo cual, mi renuencia a aprobar o desaprobar sus historias hizo que se volcara más en mí.

No tuve problemas para relacionarme con chicos, como los atraía, los dejaba acercarse.

—Tienes la mirada ausente —dijo uno de ellos durante un concierto de jazz, mientras intentaba acariciarme.

—Estoy escuchando, son magníficos.

Volví a casa con la música en mi mente y sin recordar el color de los ojos de mi acompañante.
Michelle, Charlotte y yo fuimos buenas amigas compartiendo aquel tiempo, aunque la relación no sobrevivió al final de nuestras carreras. Las tres tuvimos suerte en conseguir trabajo de inmediato en las ciudades más opuestas de Francia, lo que simplificó que nunca tuvimos que justificar la despedida.

El estudio del Derecho me apasionó y no tuve un suspenso en toda la carrera que, de forma meteórica, finalicé. Pero, el ejercicio de la abogacía me hartó, lo sentía tristísimo, un expediente eterno e infinito, donde solo cambiaban nombres y hechos. La realidad más chata me oprimía hasta que, por Internet, encontré posibilidad de escapar como funcionaria de la Comunidad Europea con una plaza en el Patrimonio Histórico en Granada.

Y al igual que cuando dejé la universidad, apenas tuve tiempo de despedirme de mis amigos-amantes, de hecho, solo me llevé en la mente a un tierno médico que me curó de una caída en bicicleta y al cual le supe devolver su trato afectuoso. También viajaba conmigo un sentimiento de soledad, era como si los hombres que había conocido no tuviesen lugar en mis maletas.

Granada me encantó por sus días de estudio y sus noches de juergas en bares y apartamentos más o menos discretos.

Caminé atardeceres saboreando aromas y colores en la búsqueda de que alguna de esas sonrisas que descubría fuera dirigida a mí. Las conversaciones que escuchaba me despertaron un deseo intenso, casi doloroso, de un susurro de amor.

Como dije, nunca había entendido el axioma de viajar para encontrarse, hasta que, una noche mientras cabalgaba sobre un americano, me vi en un espejo junto a la luna que entraba por la ventana. Ese reflejo, que al principio me deleitó al ver cómo me retorcía de placer, se volvió borroso, pensé que eran los gin-tonics. De a poco, pude focalizar la imagen y unos versos vinieron a mi mente:

«Huye luna, luna, luna.
Si vinieran los gitanos,
harían con tu corazón
collares y anillos blancos.»


Por suerte, el americano se vistió y se fue.

¿Dónde está mi corazón?

Acerqué una silla a la ventana y, desnuda como esa luna, empecé a llorar. Entonces supe que mi larga soledad era mi constante compañera de viaje.



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