martes, 1 de septiembre de 2020

Amantes de mis cuentos: Un imborrable disfraz



Cuando llegó la casa estaba silenciosa, y ahora reina un total alboroto.

‒Mamá, hoy es carnaval. ¿Lo recuerdas?

He de reconocer que mi hija ha sacado los genes de la abuela. Sin siquiera darme un beso tiró el bolso en una butaca y corrió hacia el desván. Un agudo chirrido me confirma que está abriendo el viejo arcón familiar. Al poco rato sus pasos resuenan bajando de dos en dos los maltrechos escalones. Un día tendremos un disgusto.

‒Todo resuelto ‒gritaste con los brazos abarrotados de ropa.

Cierro los ojos y me veo de niña vestida de dado, de china poblana, de pingüino, de oso polar… ¡Cosas de la abuela!, que con su habilidad para coser nada se le resistía. Era una mujer de pueblo, que cansaba solo con verla trabajar. Tenía un gran tacto para la convivencia, para la organización, para las fiestas… Los bailes de disfraces eran su especialidad. A veces bastaba solo con escuchar su voz para aligerar un ambiente tenso.

Sus antepasados fueron gente sencilla, del campo, que habían emigrado a la ciudad, y ella misma se preguntaba de quién había aprendido a sacar la belleza escondida en una solitaria amapola a punto de marchitarse.

Vuelvo a la realidad. Mi hija despliega sobre mi regazo la ropa elegida y explica emocionada:

‒El vestido negro de boda de la abuela con el velo sobre la cara, y el traje del abuelo, con un crisantemo blanco en el ojal, nos lo pondremos para el entierro de la sardina y para el espectacular baile de Carnaval iremos caracterizados de Vilma y Pedro Picapiedra.

Se me agolparon los recuerdos, esa feroz tortura que a veces nos ataca por tener buena memoria.

El disfraz de Pedro era una corta túnica naranja terminada en picos que tapaba escasamente el trasero, con pequeños trozos de tela negra simulando la piel de algún animal prehistórico y como complemento una corbata azul.

Por aquel entonces salía con mi único novio, un chico del pueblo de al lado, muy tímido, al que no pude convencer para que se presentara en la plaza vestido de aquella guisa. Felipe se marchó sin despedirse.   
El disfraz de Vilma, una vieja camiseta blanca de un solo tirante también terminada en picos y un collar de grandes perlas, que era reliquia de familia. Una peluca de un rojo chillón y los labios del mismo color hicieron que mi padre levantara la vista del periódico y observara: Muy guapa, sí señor, pero sin novio.

La abuela, a la que no se le ponía nada por delante, llamó a varias de sus amigas y consiguió que el hijo de una de ellas, sin siquiera conocerme, accediera a ir al baile así disfrazado. Ya no haría el ridículo yendo sola. Bailamos hasta el amanecer bajo la atenta mirada de Felipe que, con los brazos cruzados sobre el pecho, se mantuvo toda la noche recostado en una de las farolas de la plaza sin apartar los ojos de mi cara. 

Vuelvo al presente. Parece que mi hija me ha estado contando algo. No me he enterado. Aprovecho para preguntarle si su pareja había visto el traje y si daba su consentimiento.

‒Por supuesto, mamá ‒soltó una carcajada‒ no todo el mundo es tan tonto como mi padre.



© Marieta Alonso Más


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