jueves, 29 de abril de 2021

Cristina Vázquez: El perdón

 


Se sentó igual que un fardo pesado que se dejara caer con descuido y la humanidad imponente de Francisco tembló como una medusa.

—Piedad, don Rogelio, piedad —gurgutó mirando al suelo.

Los dos hombres estaban en las mecedoras del porche en la hacienda Santísima Trinidad, bajo un frondoso emparrado en el que se divertían las avispas con un zumbido que atenuaba los suspiros del doliente hombre.

—Soy culpable y nada me podrá consolar de esta pérdida.

La persona a la que se dirigía era el cura del pueblo, distante a media hora de camino y que el sacerdote había recorrido con la sotana recogida a la cintura, el sombrero de paja calado hasta las cejas y el andar de apresurada obediencia. Le debía su sacerdocio al señor Francisco, así como el tejado nuevo de la iglesia y el sostenimiento del hospicio. Achinado y de tez cobriza le costó mucho que le tomaran en serio y le dejaran de llamar el indio Rogelio.

Al encontrar al gran hombre dueño de las tierras y casi de las vidas de todo lo que podía alcanzar la vista, en ese estado de lamentación, de sincero abatimiento, se descompuso. Era más fuerte el recuerdo de sumisión que el poder espiritual que ahora tenía sobre él. Le pedía perdón por su pecado mientras le invitaba a que bebiera de la limonada que les dejó una triste joven sobre la mesa. Ella es la hermana gemela, reconoció el señor en cuanto desapareció la mujer igual que una sombra casi irreal.

—Ya sabe —por primera vez le miró a los ojos—, esta gente nunca llora.

Y levantó los hombros con la extrañeza de un animal acorralado.

Gracias a la suavidad aprendida en los años de seminario y sacerdocio, le conminó en tono de firme consuelo que descargara su corazón y su culpa, porque el Señor tenía perdón para todos sus hijos. Y dio un largo y tembloroso sorbo a la limonada.

Francisco juntó las poderosas manos sobre su amplia y blanda panza y dijo que la chica y su hermana, la que acababa de ver, habían nacido en esta casa y pisoteó rabioso el suelo con el polvoriento botín.

—Aquí, Rogelio, aquí—resopló pateando.

El cura mantenía impávida su oblicua mirada y una sonrisa de aliento un tanto forzada animando al hombre a seguir. Pero había cosas que él no estaba dispuesto a permitir. Bajó las desoladas manos a los lados de la mecedora y con la cara alzada hacía el cielo gimoteó, como princesas había criado a las mestizas, y al final, una de ellas le traicionó como una cualquiera. Se produjo un momento de silencio en el que el zumbido de las avispas y algún ruido sordo en la casa era lo único que se oía.

—Continué, por favor —dijo don Rogelio suavemente.

—Se fue con un mal hombre —contestó con gravedad—. Yo les perseguí para traerla de vuelta a su casa, a su padre —se golpeó el pecho.

Se tapó la cara con las manos sollozando. Cuando fui a la cabaña donde estaba refugiada con el cochambroso ese al que iba a matar…

— Me encontré a la niña colgada —confesó en un lamento—. Y al maldito arrodillado ante ella.

Al destaparse la cara su expresión se había vuelto cruel como la de una esfinge impía.

—Lo atravesé sin piedad y cayó como un saco huero.

Una mueca de repugnancia atravesó su cuarteado rostro y a continuación, en un tono lastimero, luego la trajo a esta casa y ahí reposa, dijo señalando un lugar impreciso. El temblor de sus hombros hizo estremecer la mecedora y por lo bajo baboseba, mis niñas, eran mis niñas preciosas, dos gemelas que fueron el regalo de su vida, cuando llevaban flores a la Virgen, cuando le obedecían como dulces perrillos.

Se irguió, y con los ojos enrojecidos y la papada temblorosa le exigió que enterrara a su hija en sagrado, curita, en sagrado. Le prometía un ala nueva en el hospicio y con voz trémula le ordenó.

—Ahora, dame la bendición padre Rogelio.

Y agachó la cabeza.

© Cristina Vázquez

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