jueves, 13 de mayo de 2021

Malena Teigeiro: Sala de las estatuas griegas

 


Que hermosa y satisfecha debía de haber sido la vida de la joven, se dijo Marcela deteniéndose delante de la descabezada estatua. ¿A quién mostraría sus sinuosas caderas?, pensó. ¡Qué hermosos eran sus redondos brazos! ¿Y por qué llevaría a la niña colgada de su mano? Quizá fuera su hija.

Aquella mañana no había sido buena. Cosa que por otra parte tampoco era nada nuevo para Marcela. Pero sí hubo una diferencia: Él la llamó ignorante. En el fondo, reflexionó, tenía razón.

Fijó la mirada en la niña de piedra. Esa era la gran diferencia con la joven griega. La niña debía de ser su única hija. Por eso podía llevarla colgada de su desaparecida mano. Pero ella tenía cuatro. Y, claro, al ser cuatro, como rémoras, los llevaba colgados desde que nacieron. Elevó las cejas y suspiró mientras la admiraba. Después de unos instantes reanudó su conversación con la joven. La culpa no la tenían ellos. ¡Pobres hijos! Había sido de él. Y lo cierto era que además de a sus cuatro hijos, a él también lo arrastraba como si fuera la cola de su traje de novia.

¡Cómo la había engañado! Un día, apenas hacía dos meses que se conocían, le dijo que era feminista, y que quería que ella se realizase. Que no veía por qué tenía que dejar de trabajar una mujer al casarse. Poco le duró el feminismo. A la vuelta de su viaje de novios, justo cuando la puso en el suelo para besarla, acercó la boca a su oreja, y siseando como una serpiente, le dijo que a partir de aquel instante se había acabado eso de ir a trabajar. Que él quería una mujer en casita atendiendo a su marido como cualquier esposa de bien. Y ella, no muy satisfecha, dejó su puesto de administrativa en el banco. Y así fueron pasando los años, él cada vez más amargado y ella teniendo un hijo tras otro. Y ahora el insensato le había gritado. Le dijo que era aburrida, que era una inculta y que no se podía hablar con ella. Y Marcela, que sin que él lo supiera, tenía que andar cosiendo si quería que les llegase el sueldo a fin de mes, tembló cuando dándole la espalda, le escuchó rumiar: Si al menos trabajaras… Pensó que en el fondo tenía razón. Tanta marido, tanto hijo, tanta cocina la habían embrutecido. Miró alrededor y vio un banco en el medio de la sala de las estatuas griegas. Renqueante, cansada, se sentó en el borde.

Hasta que decidió que jamás nadie la llamaría inculta otra vez, aquella noche apenas había podido dormir. Por la mañana, después de que se hubieron ido todos de casa, como por algún lado tenía que comenzar, se apuntó a un curso de arte y ahora, allí estaba, en el museo intentando culturizarse. Le sonrió al desaparecido rostro de la mujer de la estatua. Sí, sí. La había engañado bien, masculló pasándose la mano por la frente. Cuando lo conoció, ella era redondita y de cadera cimbreante, como debías de ser tú. Él, delgado, vibrante, de cabello ondulado y largas pestañas, se le arrimó. Y entornando sus grandes ojos verdes, comenzó a decirle cosas bonitas. Luego, mientras con el pulgar le iba contando las vértebras, le habló del futuro que les esperaba juntos, de los negocios que tenía en mente. Y ella se volvió loca por él. En su casa nunca lo vieron bien. Jamás, jamás te hará feliz ese filibustero, le susurraba su madre con los ojos brillantes. Su padre añadía mordaz, irónico, que con ése guaperas no tendría ni pan ni agua, que lo único que le daría serían disgustos y humillaciones. ¡Y qué razón tenían! ¿Por qué los hijos no hacen caso a los padres? Cruzó los pies y se colocó el bolso encima de las rodillas. De nuevo fijó su mirada en la mujer de la estatua.

Luego fueron llegando los hijos. ¡Ay! ¡Si al menos uno de ellos hubiera sido una niña como esa tuya! Movía la cabeza sin dejar de contemplar el vacío espacio de la testa de la mujer. Quizá ella la habría comprendido y hubiera sido su amiga. Por favor. No te rías, le susurró. Si su hija no le había salido bien habría sido por mala fortuna, porque lo normal era que una madre y una hija… ¡En fin! Al menos eso creía ella. Se encogió de hombros. Pero no, los cuatro fueron chicos. Iguales que su padre. Delgados, zalameros, cimbreantes, sobre todo vagos. Y al igual que la mujer de piedra llevaba colgada a su hija de la mano, ella sentía que cargados sobre sus hombros los remolcaba por la vida. Se estiró la falda y con los ojos bajos, agarró el asa del bolso. De pronto levantó la mirada y se encaró a la estatua.

––A ti te ha sido fácil. Total, solo te han cortado una mano. Pero a mí… Y ahora, ya ves, ni siquiera puedo cortarme los hombros.

Marcela se levantó y arrastrando los pies, buscó la salida del museo.

© Malena Teigeiro

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