martes, 11 de mayo de 2021

Socorro González- Sepúlveda Romeral: La señora de la casa grande

 



         Cada día, la peinadora iba a su casa y, con el abundante pelo canoso, le hacía un moño empingorotado en lo alto de la cabeza. Este peinado contribuía a hacerla parecer más alta y estirada de lo que en realidad era y a lucir, en sus pequeñas orejas, unos costosos pendientes de lanzadera. La ropa que llevaba era siempre de calidad, aunque pasada de moda. Andaba siempre muy tiesa  ayudada por un bastón con empuñadura de plata. Sus pasos eran cortos y, cojeaba ligeramente de la pierna derecha, pero lo disimulaba muy bien.

         Su casa era grande y de piedra, como todas, pero tenía dos grandes balcones de forja que la diferenciaban del resto. Contaba, además, con un patio fresco y cubierto de hiedra donde recibía las visitas en verano y, en la parte más soleada, una galería con grandes ventanales que dejaban pasar el sol  en invierno. El resto de la casa tenía todas las incomodidades de las casas viejas de pueblo: ninguna puerta encajaba, la madera de las vigas y del suelo crujía y la humedad campaba a sus anchas por techos y paredes.

         Vivía acompañada,  únicamente,  por una criadita joven  y  un hombre viejo, mayor que ella, mitad campesino mitad señor, que se pasaba el día entero en la finca, a la que iba y venía  a lomos de  un caballo viejo como él. Sus  hijos, que vivían en la capital, venían  muy poco. Le gustaba vivir en soledad y se rumoreaba que tenía un carácter difícil. Recibía muy pocas visitas,  casi todas  masculinas: el médico, el cura y algún campesino, que entraba en la casa quitándose la boina con respeto, generalmente, para pedir algún favor.

         No sabían en el pueblo la edad de la señora. Los mayores hacían cálculos. Algunos recordaban cuando de joven, casi una niña, se marchó del pueblo para servir en la capital. Desde entonces, pasaron muchos años hasta que la vieron regresar. No volvió ni para enterrar a sus padres, que murieron mucho después de su marcha. Pasaron los años y pasó una guerra. Cuando regresó,  nadie la recordaba ni la podían relacionar con la joven que se fue. La mujer madura que volvió  rica al pueblo, el suyo. Compró la casa más grande, la mejor finca. También, regaló  a  la iglesia un altar con filigranas de plata para la Virgen del Carmen; pagaba con generosidad, cuando alguien se lo pedía, lo mismo las rondas para los quintos que el tejado del convento de las monjitas. Costeaba misas y novenas para el santo patrón del pueblo y, en su fiesta traía del pueblo vecino la mejor banda de música para la procesión.

         Durante años, se habló de su regreso y sobre el origen de su riqueza. Se decía que era la amante de un hombre muy rico. Que antes, otro hombre la había seducido y abandonado y que luego, cuando se hizo fuerte en el trato con los hombres, obligó, mediante chantaje, a su último amante a  casarse con ella. Ella ni negaba ni afirmaba estos rumores. Sus hijos, ya mayores, hablaban de «su papá», pero la señora no lució en el dedo ninguna alianza de casada ni de viuda. Lucía, sin embargo, un solitario inmenso y una sonrisa enigmática con la que parecía reírse de todos.

 

© Socorro González- Sepúlveda Romeral

 

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