Cada día, la peinadora iba a su casa
y, con el abundante pelo canoso, le hacía un moño empingorotado en lo alto de
la cabeza. Este peinado contribuía a hacerla parecer más alta y estirada de lo
que en realidad era y a lucir, en sus pequeñas orejas, unos costosos pendientes
de lanzadera. La ropa que llevaba era siempre de calidad, aunque pasada de
moda. Andaba siempre muy tiesa ayudada
por un bastón con empuñadura de plata. Sus pasos eran cortos y, cojeaba
ligeramente de la pierna derecha, pero lo disimulaba muy bien.
Su casa era grande y de piedra, como
todas, pero tenía dos grandes balcones de forja que la diferenciaban del resto.
Contaba, además, con un patio fresco y cubierto de hiedra donde recibía las
visitas en verano y, en la parte más soleada, una galería con grandes
ventanales que dejaban pasar el sol en
invierno. El resto de la casa tenía todas las incomodidades de las casas viejas
de pueblo: ninguna puerta encajaba, la madera de las vigas y del suelo crujía y
la humedad campaba a sus anchas por techos y paredes.
Vivía acompañada, únicamente, por una criadita joven y un
hombre viejo, mayor que ella, mitad campesino mitad señor, que se pasaba el día
entero en la finca, a la que iba y venía
a lomos de un caballo viejo como
él. Sus hijos, que vivían en la capital,
venían muy poco. Le gustaba vivir en
soledad y se rumoreaba que tenía un carácter difícil. Recibía muy pocas visitas, casi todas
masculinas: el médico, el cura y algún campesino, que entraba en la casa
quitándose la boina con respeto, generalmente, para pedir algún favor.
No sabían en el pueblo la edad de la
señora. Los mayores hacían cálculos. Algunos recordaban cuando de joven, casi
una niña, se marchó del pueblo para servir en la capital. Desde entonces,
pasaron muchos años hasta que la vieron regresar. No volvió ni para enterrar a
sus padres, que murieron mucho después de su marcha. Pasaron los años y pasó
una guerra. Cuando regresó, nadie la
recordaba ni la podían relacionar con la joven que se fue. La mujer madura que
volvió rica al pueblo, el suyo. Compró
la casa más grande, la mejor finca. También, regaló a la
iglesia un altar con filigranas de plata para la Virgen del Carmen; pagaba con
generosidad, cuando alguien se lo pedía, lo mismo las rondas para los quintos
que el tejado del convento de las monjitas. Costeaba misas y novenas para el
santo patrón del pueblo y, en su fiesta traía del pueblo vecino la mejor banda
de música para la procesión.
Durante años, se habló de su regreso y
sobre el origen de su riqueza. Se decía que era la amante de un hombre muy rico.
Que antes, otro hombre la había seducido y abandonado y que luego, cuando se
hizo fuerte en el trato con los hombres, obligó, mediante chantaje, a su último
amante a casarse con ella. Ella ni
negaba ni afirmaba estos rumores. Sus hijos, ya mayores, hablaban de «su papá»,
pero la señora no lució en el dedo ninguna alianza de casada ni de viuda. Lucía,
sin embargo, un solitario inmenso y una sonrisa enigmática con la que parecía
reírse de todos.
© Socorro González- Sepúlveda Romeral
Me ha encantado!!!
ResponderEliminarAñado empingirotado a mis usos.....