viernes, 3 de marzo de 2023

Amantes de mis cuentos: Inspiración

 



La habitación cuadrada mostraba la cama con su pequeña alfombra a los pies, una mesa de trabajo, un ordenador, una impresora, una caja de kleenex, un tríptico de marquetería sencillo, solitario, colgando de una pared, con la imagen de Cristo crucificado, un armario con puertas de espejo, libros en la estantería, fotos familiares en aquel estudio, refugio del escritor. Una en especial, en sepia, la de la abuela con la mirada fija, que de vez en cuando una mano sobresalía del marco y un coscorrón en la calva le hacía caer en la cuenta que faltaba la tilde en una palabra aguda.

Techo blanco. En el suelo, en una esquina se almacenaban volúmenes, unos encima de otros, durmiendo una siesta interminable. El vademécum se reflejaba en la ventana, era su manera de protestar por el mucho tiempo que llevaba sin que nadie lo acariciase. Y a través de la ventana el espejo hablaba con el árbol callejero, ese plátano de sombra que sembró el abuelo en su niñez, debía sentir frío ya que de sus ramas pendían carámbanos.

El silencio que inundaba la soledad de la habitación, hacía que las marcas en el teclado de la máquina de escribir parecieran los dedos de un malvado gigante, que esperase el momento oportuno para tragarse uno a uno, sin masticar, la enciclopedia encuadernada en rojo. El corazón del despacho latía en el desvencijado sofá marrón que de tanto usarse besaba el suelo.

Desde su balda aquel libro grueso y encuadernado con tapas de un azul desteñido hacía señas. No me pude resistir. Lo tomé entre mis manos y con un crujir de hojas me llevó a la página diecinueve, la luz verdosa de un láser que entraba por la ventana, se detuvo en una sola palabra: asesina.

Ya podía comenzar a escribir.

 


© Marieta Alonso Más

 

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