Cuando Adelaida distinguió en la sala de espera del odontólogo a ese hombre menudo, de hombros estrechos y mirada un tanto huidiza, sintió un arrebato de ternura inesperado.
Le observó con disimulada insistencia. Iba poco a poco descubriendo que los rasgos de su cara eran muy correctos y si no fuera por esa actitud vencida o temerosa podría resultar un hombre guapo. Francamente guapo, se dijo mientras terminaba de ojear una revista atrasada de la que no se había enterado de nada.
—Don Leoncio, pase ya por favor —la voz de la enfermera la sacó de sus pensamientos.
Al levantarse pudo comprobar que era más alto de lo que parecía. Concluyó que era la postura encogida que mantenía en el sillón lo que le quitaba empaque. Un poco estrecho, sí era, reconoció, pero…
Adelaida había estado dudando en sus años más jóvenes, aunque ahora solo acabara de cumplir cuarenta, si ser enfermera o antropóloga. Finalmente se hizo secretaria por diversas circunstancias que no venían al caso y su soltería era debida al amor frustrado por el marido de su hermana. Esas dos aficiones, la antropología y la enfermería, se quedaron siempre grabadas en ella. Era muy consciente de que sus aproximaciones al sexo opuesto terminaban en un análisis físico en el que ponía en práctica sus escasos conocimientos antropológicos. Estos eran los que estaba aplicando a Leoncio: antecedentes indoeuropeos mezclados con berberiscos. No, demasiado claro. Seguro que tendría un toque celta o vikingo. Le había visto muy poco para sacar conclusiones definitivas. Oía el ruido del torno que la desquiciaba y empezó a aplicar su otra afición: la enfermería. Pensaba que le encantaría poder coger la mano al paciente y susurrarle tranquilizadoras palabras mientras le agujereaban la muela.
Al terminar ella su consulta con el dentista pidió a la recepcionista si le podía dar el teléfono o las señas de don Leoncio, pues tenía que devolverle un documento que se había olvidado. Tras unos segundos de titubeo la chica se lo entregó.
A partir de ese momento, Adelaida en cada rato libre iba a la dirección indicada para intentar hacerse la encontradiza. Por fin consiguió su objetivo y con habilidad y gracejo, que lo tenía, concertó otras citas. A medida que intimaban se asentó su primera impresión. Iba encogido, menguado, sin seguridad en sí mismo. Esto le hizo pensar a Adelaida en un antecedente judío de madre sobreprotectora, motivo por el que el hombre no expandía todas sus posibilidades. Seguro.
Como era una mujer con recursos ideó la manera de que su amado, porque ya había entrado en la categoría de amado, pudiera quitarse esa debilidad y reforzarse en una imagen que correspondiera a su verdadero ser. Más potente, más seguro. Encargó a un amigo, mueblista ingenioso y paciente, que le hiciera un espejo de aumento. Lo que en el fondo deseaba, le confesó mimosa, era que ese espejo fuera casi mágico.
—Sí, claro que tú puedes —le aseguró Adelaida con su sonrisa más convincente—. Eres el único que sabe hacer estos espejos trucados.
El hombre cabeceaba haciéndose rogar, pero ella tenía la seguridad de que deseaba hacerlo. Los desafíos estimulaban a su amigo y él sabía que estaba en deuda con ella. ¿Verdad cariño? Finalmente, el mueblista cedió. ¿Qué imagen quería que se viera en el espejo?, le preguntó.
—Pues un león —contestó la mujer sin titubear—. Un hermoso león con melena.
Y así fue. Al cabo de una semana le hizo entrega del deseado espejo que ella empaquetó con esmero. Invitó a Leoncio, con el que ya estaba haciendo los preparativos de boda, a cenar. Cuando descubrió el regalo le pidió que se mirara en él. Iba a ser para su uso exclusivo.
Nunca olvidaría, contaba después de muchos años a sus sobrinos, la cara que puso su novio. Cómo se fue transformando en otro ser espléndido. Hinchó el pecho, les relataba imitando el gesto. Con la cabeza erguida empezó a sacudirla como si agitara una melena. Movía las manos igual que si tuviera zarpas y empezó a gruñir. En ese momento tuvo miedo y comenzó a preocuparse pues veía que no recuperaba a su Leoncio anterior, estrecho, canijo y bondadoso. Pero cuando se puso a cuatro patas y se acercó a ella con expresión salvaje después de arañar los sillones dando bufidos, tuvo el tiempo justo de encerrarse en el cuarto de baño y llamar a la policía.
En ese momento de la historia los sobrinos sabían que la tía Adelaida se sacaba un pañuelo para limpiarse las lágrimas, y esperaba un rato a que los chicos le hicieran la pregunta esperada.
—Y entonces tía, ¿qué pasó? —coreaban los sobrinos.
En el manicomio, contestaba. En el manicomio y sin solución. Creía que había destrozado varias sábanas y que a un enfermero casi le degüella. La culpa, remataba, fue toda de ella por no haber percibido sus antecedentes eslavos. Doblaba el pañuelo húmedo con precisión, decían que eran los europeos más salvajes. Y él era tan rubito…
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