Recuerdo cuando
pensaba lo amargo que era el café.
Cada vez que lo
tomaba apretaba las cejas.
Me preguntaba quién
en su sano juicio lo bebería por gusto.
Yo lo aborrecía. Con todas mis
fuerzas.
No me importaba
tener sueño o la tensión por los suelos.
Detestaba el café y
si debía beberlo lo endulzaba sin límites.
Hasta que dejé de
hacerlo.
Sin darme cuenta se
ha convertido en una parte más de mi rutina.
Su olor, su aroma,
todo...
No sólo me ayuda a
despertar, sino que también supone una fuente de inspiración.
Sí, inspiración.
Calentarme las manos
mientras reflexiono es un placer que me gusta practicar a diario.
Sentir el amor en mi
lengua me hace ver las cosas de otra manera.
Serenidad, aplomo...
¿Increíble, verdad?
Pues este es el
poder que ejerce sobre mí.
Y me encanta.
Porque del odio al
amor hay sólo un paso.
© M. J. Pérez
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