No sabía en realidad si había entendido bien las palabras que
pronunció mi madre, pero mis labios se plegaron por la sorpresa, mi corazón dio
un salto en el vacío y me quedé allí, al abrigo de mis diez años recién
cumplidos, como mendigando unas miguitas de comprensión que parecían no llegar
nunca. La vida tembló unos instantes. Continué escuchando. Mi padre rechinó los
dientes y pronunció las palabras: asesinos
de almas en voz baja mientras leía en voz alta las instrucciones recibidas,
mi madre apretó con fuerza un pañuelo entre sus manos y creo que se le escapó
una lágrima de impotencia, y yo permanecí en estado de expectación sin saber en
realidad cómo actuar o qué hacer. Lo cierto, para qué iba a engañarme, es que
no podía hacer nada.
El silencio fue tan profundo que casi me ahogué en él.
El año anterior —y otros también— había sido maravilloso, lo
recordaba muy bien, en casa de los tíos, el belén, el árbol, un montón de luces
y villancicos, junto a los primos, todos cantando, saltando, todos alegres,
todos celebrando la Navidad, y regalos, panderetas y zambombas en el corazón, y
sonrisas, muchas sonrisas. Y ahora… ¿Por qué ahora no podía ser igual? ¿Qué
había sucedido de un año a otro? Mi pequeña mente no alcanzaba a comprender
cuál era la diferencia.
Las instrucciones estaban claras, corrían de boca en boca y de
mano en mano, aparecían impresas por todas partes, en los periódicos, en las
revistas, en las carteleras, en los teléfonos móviles, en Internet:
«Por orden de las autoridades, en todo el país queda
terminantemente prohibida cualquier manifestación navideña, incluidos
villancicos, luces, fiestas, celebraciones religiosas, cabalgatas, belenes o
adornos en las calles».
Sin razones, sin motivos, así simplemente: Queda prohibida
cualquier manifestación navideña. Mi madre se mordió los labios después de leer
una vez más aquellas palabras. Creo que se guardó un grito. ¿Prohibida? ¿Por
qué? Pensé sin expresarlo en voz alta. ¿Por qué este año no podíamos celebrarlo
igual que todos? ¿Qué diferencia había con otros? ¿Qué había ocurrido? ¿Acaso a
alguien había dejado de gustarle y por eso me obligaba a mí a que no me
gustase? Porque a mí me gustaba. Y mucho. Y ahora, por alguna razón
desconocida, debía prescindir de la felicidad. ¿Alguien tenía derecho a hacerme
prescindir de la felicidad? Y yo me preguntaba si, en caso de negarnos a acatar
tales órdenes, seríamos perseguidos, o castigados, o encarcelados. ¿También me
iban a perseguir a mí por tener nombre de ángel? No comprendía una palabra de
lo que estaba sucediendo. Mi madre me abrazó con ternura mientras musitaba:
—
No pasa nada, Rafael, cariño, no
pasa nada.
Mis padres bajaron la cabeza y me pareció sentir los latidos de
sus corazones a galope tendido.
Un mundo de sombras cayó encima de los hombres y la vida en
general se hizo triste, como pintada de gris melancolía. Me sentía encerrado en
una nube oscura. Me faltaban los gritos y las risas, la alegría y las fiestas,
las panderetas, las luces y las canciones y, sobre todo, me faltaban los
sueños. No quería preguntar. Sería peor. Las dudas y las conjeturas se iban
apoderando de mi cuerpo sin que nada pudiera hacer por evitarlo. ¿También iban
a quedar prohibidos los Reyes Magos, o Papá Noel, o incluso el Niño Jesús? ¿Los
Reyes Magos, o Papá Noel, o el Niño Jesús eran acaso seres a los que se podía
hacer aparecer y desaparecer en función de los deseos de una mente
desaprensiva?
El día de Nochebuena se acercaba poco a poco y el universo se
había transformado en un maremoto de silencio.
No sé cómo sucedió, pero una mañana noté que algo pasaba en mi
casa, como si un rayo nuevo de esperanza hubiera nacido en los rincones. La
puerta de entrada se abría y cerraba con mayor frecuencia que de costumbre,
personas desconocidas aparecían por allí, se recibían extrañas misivas —siempre
en mano, no por teléfono ni por Internet ya que podían estar intervenidos—, se
celebraban silenciosas reuniones en el comedor, las miradas empezaron a
resplandecer, los ojos creaban chispitas nuevas de esperanza. Nadie me decía
una palabra, pero comprendí que algún cambio estaba a punto de producirse, tal
vez una reacción, un grito o una respuesta, no podía saberlo.
Los días cabalgaron a lomos de un caballo desbocado. El
veinticuatro de diciembre amaneció envuelto en capas de bruma y frío. Había
llegado el momento mágico. Faltaban unas horas para Nochebuena y ni siquiera el
aire se movía.
Sonaron las nueve en algún reloj. Fue entonces cuando mis padres
me indicaron que teníamos que salir. No me extrañó demasiado pero no pregunté
adónde íbamos. Nos pusimos los abrigos y los guantes en silencio. Hacía un frío
tan intenso que acartonaba la piel. No imaginé en qué lugar cenaríamos aquella
noche tan especial, tal vez en casa de los abuelos o de los tíos, lo único que
sabía es que no habría panderetas ni villancicos. Aquello me resultaba tan
triste que me producía un escalofrío desolador en todos los poros de la piel,
arroyos de amargura desfilando por mis venas.
Salimos a la calle y nos dirigimos hacia algún lugar por mí
ignorado, aparentemente a la Plaza Principal, situada en el centro de la
ciudad. Me percaté de que las calles estaban más llenas que de costumbre y todo
el mundo caminaba en la misma dirección, como un río infinito de sombras sin
alma. Pensé que todo aquello era muy extraño, pero no dije una palabra. Observé
que los ojos de los seres que nos acompañaban en aquel curioso desfile de
soledades cantaban por dentro y que sus labios se estiraban en pequeñas
sonrisas algo escondidas.
Tras diez minutos de caminata, llegamos a la Plaza Principal y
mi padre nos indicó que nos detuviéramos junto a una de las paredes, casi ante
la puerta de un bar cerrado, ya que nos sería imposible avanzar más. Mi madre
me entregó un bocadillo y una botella de agua. ¿Esa iba a ser mi cena de
Nochebuena? Observé que el lugar estaba a rebosar de gente, y que las diez o
doce calles laterales que confluían en la plaza se iban llenando y llenando,
cada vez más público, un público silencioso, con una sonrisa guardada en la boca
que no supe cómo interpretar.
Permanecimos quietos, desempeñando el papel de centinelas
estáticos de la noche. El frío y la bruma reventaban a nuestro alrededor.
Cuando en el reloj de la plaza sonaron los cuartos para las
doce, todos los seres al unísono introdujeron las manos en los bolsillos de sus
abrigos y extrajeron una serie de objetos que, en principio, no supe de qué se
trataban. Mi madre me entregó uno de dichos objetos: era una vela de color
blanco. Había una para cada uno de nosotros. Mi padre sacó un mechero y
encendió nuestras velas, y las de otras personas, y empezaron a formarse puntos
diminutos de luz, cientos, miles, millones de puntitos que se extendían cada
vez más y formaban una especie de red brillante, una inmensa manta de chispas,
un reguero de angustias y silencios en forma de llamas diminutas. Aquello
parecía una gran antorcha, una inmensa antorcha con un alarido ansioso
escondido en las entrañas.
En el mismo instante en que en el reloj de la Plaza Principal
sonaron las doce en punto, en el momento del nacimiento de Dios, todas las
gargantas de los miles de personas allí presentes empezaron a entonar aquel
himno magistral de Giuseppe Verdi que un día aprendiera en mis clases de canto —Va, pensiero, sull’ali dorate, va, ti posa sui
clivi, sui colli, ove olezzano tepide…?— pero sin palabras, sólo
murmurando millones de mmmmmmmmmmmmm con las bocas cerradas, unos mmmmmmmmmm
que impregnaban el aire y formaban regueros de ilusiones, y las almas
estallando en gritos silenciosos. Parecíamos un auténtico coro de esclavos en
busca de nuestra libertad pisoteada. Las autoridades no podrían decir nada, no
estábamos infringiendo las leyes, no había anuncios luminosos, no había
belenes, ni rótulos, ni adornos, nada hacía alusión a la Navidad, no alabábamos
a Dios, no cantábamos villancicos, ni siquiera cantábamos, solo entonábamos un
himno de gloria. Y las voces, millones de voces en nuestras gargantas, formaron
un rugido que se asemejaba a una horda de libélulas. Y las luces, millones de
luces en nuestras manos, nos hacían parecer espectros en lucha.
Nada se movía. Nada se oía salvo el zumbido de miles de
susurros. Nada se veía salvo centenares de puntitos luminosos. El silencio nos
acarició con dulzura y la oscuridad nos fue tragando a todos muy lentamente. Esa
era la respuesta sin palabras de nuestro pequeño mundo ante la miseria, el
ahogo y la podredumbre.
Fue en ese momento de magia y paz, un gran abismo de paz, cuando
miré al cielo y me pareció percibir que incluso las estrellas sonreían.
© Blanca del
Cerro
Primer
Premio en el I Certamen de Cuentos de Navidad, de la Unión
Hispanoamericana de Escritores (UHE) (2011)
No hay comentarios:
Publicar un comentario