martes, 18 de diciembre de 2018

Blanca del Cerro: La gran antorcha - Cuento de Navidad


 

No sabía en realidad si había entendido bien las palabras que pronunció mi madre, pero mis labios se plegaron por la sorpresa, mi corazón dio un salto en el vacío y me quedé allí, al abrigo de mis diez años recién cumplidos, como mendigando unas miguitas de comprensión que parecían no llegar nunca. La vida tembló unos instantes. Continué escuchando. Mi padre rechinó los dientes y pronunció las palabras: asesinos de almas en voz baja mientras leía en voz alta las instrucciones recibidas, mi madre apretó con fuerza un pañuelo entre sus manos y creo que se le escapó una lágrima de impotencia, y yo permanecí en estado de expectación sin saber en realidad cómo actuar o qué hacer. Lo cierto, para qué iba a engañarme, es que no podía hacer nada.

El silencio fue tan profundo que casi me ahogué en él.

El año anterior —y otros también— había sido maravilloso, lo recordaba muy bien, en casa de los tíos, el belén, el árbol, un montón de luces y villancicos, junto a los primos, todos cantando, saltando, todos alegres, todos celebrando la Navidad, y regalos, panderetas y zambombas en el corazón, y sonrisas, muchas sonrisas. Y ahora… ¿Por qué ahora no podía ser igual? ¿Qué había sucedido de un año a otro? Mi pequeña mente no alcanzaba a comprender cuál era la diferencia.

Las instrucciones estaban claras, corrían de boca en boca y de mano en mano, aparecían impresas por todas partes, en los periódicos, en las revistas, en las carteleras, en los teléfonos móviles, en Internet:

«Por orden de las autoridades, en todo el país queda terminantemente prohibida cualquier manifestación navideña, incluidos villancicos, luces, fiestas, celebraciones religiosas, cabalgatas, belenes o adornos en las calles».

Sin razones, sin motivos, así simplemente: Queda prohibida cualquier manifestación navideña. Mi madre se mordió los labios después de leer una vez más aquellas palabras. Creo que se guardó un grito. ¿Prohibida? ¿Por qué? Pensé sin expresarlo en voz alta. ¿Por qué este año no podíamos celebrarlo igual que todos? ¿Qué diferencia había con otros? ¿Qué había ocurrido? ¿Acaso a alguien había dejado de gustarle y por eso me obligaba a mí a que no me gustase? Porque a mí me gustaba. Y mucho. Y ahora, por alguna razón desconocida, debía prescindir de la felicidad. ¿Alguien tenía derecho a hacerme prescindir de la felicidad? Y yo me preguntaba si, en caso de negarnos a acatar tales órdenes, seríamos perseguidos, o castigados, o encarcelados. ¿También me iban a perseguir a mí por tener nombre de ángel? No comprendía una palabra de lo que estaba sucediendo. Mi madre me abrazó con ternura mientras musitaba:

   No pasa nada, Rafael, cariño, no pasa nada.

Mis padres bajaron la cabeza y me pareció sentir los latidos de sus corazones a galope tendido.

Un mundo de sombras cayó encima de los hombres y la vida en general se hizo triste, como pintada de gris melancolía. Me sentía encerrado en una nube oscura. Me faltaban los gritos y las risas, la alegría y las fiestas, las panderetas, las luces y las canciones y, sobre todo, me faltaban los sueños. No quería preguntar. Sería peor. Las dudas y las conjeturas se iban apoderando de mi cuerpo sin que nada pudiera hacer por evitarlo. ¿También iban a quedar prohibidos los Reyes Magos, o Papá Noel, o incluso el Niño Jesús? ¿Los Reyes Magos, o Papá Noel, o el Niño Jesús eran acaso seres a los que se podía hacer aparecer y desaparecer en función de los deseos de una mente desaprensiva?

El día de Nochebuena se acercaba poco a poco y el universo se había transformado en un maremoto de silencio.

No sé cómo sucedió, pero una mañana noté que algo pasaba en mi casa, como si un rayo nuevo de esperanza hubiera nacido en los rincones. La puerta de entrada se abría y cerraba con mayor frecuencia que de costumbre, personas desconocidas aparecían por allí, se recibían extrañas misivas —siempre en mano, no por teléfono ni por Internet ya que podían estar intervenidos—, se celebraban silenciosas reuniones en el comedor, las miradas empezaron a resplandecer, los ojos creaban chispitas nuevas de esperanza. Nadie me decía una palabra, pero comprendí que algún cambio estaba a punto de producirse, tal vez una reacción, un grito o una respuesta, no podía saberlo.

Los días cabalgaron a lomos de un caballo desbocado. El veinticuatro de diciembre amaneció envuelto en capas de bruma y frío. Había llegado el momento mágico. Faltaban unas horas para Nochebuena y ni siquiera el aire se movía.

Sonaron las nueve en algún reloj. Fue entonces cuando mis padres me indicaron que teníamos que salir. No me extrañó demasiado pero no pregunté adónde íbamos. Nos pusimos los abrigos y los guantes en silencio. Hacía un frío tan intenso que acartonaba la piel. No imaginé en qué lugar cenaríamos aquella noche tan especial, tal vez en casa de los abuelos o de los tíos, lo único que sabía es que no habría panderetas ni villancicos. Aquello me resultaba tan triste que me producía un escalofrío desolador en todos los poros de la piel, arroyos de amargura desfilando por mis venas.

Salimos a la calle y nos dirigimos hacia algún lugar por mí ignorado, aparentemente a la Plaza Principal, situada en el centro de la ciudad. Me percaté de que las calles estaban más llenas que de costumbre y todo el mundo caminaba en la misma dirección, como un río infinito de sombras sin alma. Pensé que todo aquello era muy extraño, pero no dije una palabra. Observé que los ojos de los seres que nos acompañaban en aquel curioso desfile de soledades cantaban por dentro y que sus labios se estiraban en pequeñas sonrisas algo escondidas.

Tras diez minutos de caminata, llegamos a la Plaza Principal y mi padre nos indicó que nos detuviéramos junto a una de las paredes, casi ante la puerta de un bar cerrado, ya que nos sería imposible avanzar más. Mi madre me entregó un bocadillo y una botella de agua. ¿Esa iba a ser mi cena de Nochebuena? Observé que el lugar estaba a rebosar de gente, y que las diez o doce calles laterales que confluían en la plaza se iban llenando y llenando, cada vez más público, un público silencioso, con una sonrisa guardada en la boca que no supe cómo interpretar.

Permanecimos quietos, desempeñando el papel de centinelas estáticos de la noche. El frío y la bruma reventaban a nuestro alrededor.

Cuando en el reloj de la plaza sonaron los cuartos para las doce, todos los seres al unísono introdujeron las manos en los bolsillos de sus abrigos y extrajeron una serie de objetos que, en principio, no supe de qué se trataban. Mi madre me entregó uno de dichos objetos: era una vela de color blanco. Había una para cada uno de nosotros. Mi padre sacó un mechero y encendió nuestras velas, y las de otras personas, y empezaron a formarse puntos diminutos de luz, cientos, miles, millones de puntitos que se extendían cada vez más y formaban una especie de red brillante, una inmensa manta de chispas, un reguero de angustias y silencios en forma de llamas diminutas. Aquello parecía una gran antorcha, una inmensa antorcha con un alarido ansioso escondido en las entrañas.

En el mismo instante en que en el reloj de la Plaza Principal sonaron las doce en punto, en el momento del nacimiento de Dios, todas las gargantas de los miles de personas allí presentes empezaron a entonar aquel himno magistral de Giuseppe Verdi que un día aprendiera en mis clases de canto —Va, pensiero, sull’ali dorate, va, ti posa sui clivi, sui colli, ove olezzano tepide…?— pero sin palabras, sólo murmurando millones de mmmmmmmmmmmmm con las bocas cerradas, unos mmmmmmmmmm que impregnaban el aire y formaban regueros de ilusiones, y las almas estallando en gritos silenciosos. Parecíamos un auténtico coro de esclavos en busca de nuestra libertad pisoteada. Las autoridades no podrían decir nada, no estábamos infringiendo las leyes, no había anuncios luminosos, no había belenes, ni rótulos, ni adornos, nada hacía alusión a la Navidad, no alabábamos a Dios, no cantábamos villancicos, ni siquiera cantábamos, solo entonábamos un himno de gloria. Y las voces, millones de voces en nuestras gargantas, formaron un rugido que se asemejaba a una horda de libélulas. Y las luces, millones de luces en nuestras manos, nos hacían parecer espectros en lucha.

Nada se movía. Nada se oía salvo el zumbido de miles de susurros. Nada se veía salvo centenares de puntitos luminosos. El silencio nos acarició con dulzura y la oscuridad nos fue tragando a todos muy lentamente. Esa era la respuesta sin palabras de nuestro pequeño mundo ante la miseria, el ahogo y la podredumbre.

Fue en ese momento de magia y paz, un gran abismo de paz, cuando miré al cielo y me pareció percibir que incluso las estrellas sonreían.


© Blanca del Cerro


Primer Premio en el I Certamen de Cuentos de Navidad, de la Unión Hispanoamericana de Escritores (UHE) (2011)


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