En el centro de la casa,
como el corazón en el pecho, comunicando la parte habitada por la familia con
cuadras y corrales estaba el patio, pero no era solo un lugar de tránsito, aunque en
invierno lo cruzásemos deprisa. En la época en que yo lo recuerdo, la de mi
niñez, era el lugar íntimo, casi mágico donde
pasábamos gran parte de nuestro tiempo y realizábamos muchas de nuestras actividades.
El patio de mis recuerdos
es blanco y luminoso, sus paredes totalmente encaladas, los arriates, también
blancos y llenos de flores rodeaban a un viejo peral y un granado. Cerca del
portal crecía un lilo que florecía por Semana Santa. En la parte más umbría, la
hiedra, que cubría una pared entera, formaba un hueco en el centro donde mi
hermano, el seminarista, había hecho un altar (de ahí, había deducido mi madre
su vocación y, por eso, había ingresado en el seminario). En la esquina más
soleada, ronroneaban y se lamían los gatos, compartían el espacio con una
pareja de palomas, que tenían su nido en el pajar, y una perdiz enjaulada, que
mi padre usaba de reclamo para cazar.
En verano, cenábamos muchas
veces en el patio recién regado, cuando mis hermanos mayores venían cansados
del campo. Una vez por semana, se reunían mis tías con mi madre para peinarse a
fondo. Eran tres hermanas, que quedaban de las cinco que habían sido, dos de
ellas murieron de parto. Yo no perdía
detalle de la ceremonia: por turnos se cepillaban el pelo lentamente, mientras
hablaban, luego, se hacían una larga trenza que les daba un aspecto aniñado y,
por último, se recogían la trenza en un moño que les devolvía su aspecto
habitual de señoras mayores.
Una vez al año, se sacaban los muebles al
patio para blanquear las habitaciones; era delicioso esconderse entre las mesas
y saltar en los somieres. También era una fiesta para nosotros, los pequeños,
la llegada del colchonero que apaleaba la lana con una vara de nudos y, una vez
mullida, hacía los colchones, pero lo que de verdad nos fascinaba era la
llegada del “hombre de hacer fideos”. Como por arte de magia, iba sacando los
fideos de una máquina, que previamente había instalado en el patio y, con increíble
destreza los iba enrollando en unas varas largas, que colocaba entre dos sillas
para secarlos al sol. Nosotros le mirábamos
embelesados. Él reía satisfecho.
Ha pasado mucho tiempo. La
casa se reformó; el patio no es el mismo. Las paredes ya no están encaladas, el
viejo peral se secó, el lilo es otro. Nadie se peina en su sombra, nadie hace
altares, ni se arrullan las palomas, ni canta la perdiz. Nunca más volverán el
colchonero ni el hombre de hacer fideos… En mi retina, cuando cierro los ojos, el patio de mis recuerdos permanece
inalterable, como entonces.
© Socorro González-Sepúlveda
Romeral
Ese era el patio de mi casa. Socorro me ha echo recordarlo. El colchonero, el hombre de los fideos, las cenas en verano recién regado con el agua fresca que sacaban del pozo....PRECIOSO RECUERDO.
ResponderEliminarMe alegro de que coincidan nuestros recuerdos. Gracias, Mariana.
ResponderEliminarEs fácil imaginar las estampas que describe Soco: la vida cotidiana, las costumbres, ...
ResponderEliminarMe gusta mucho.
Gracias, Mina, me lees con ojos de amiga
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