A aquellas mujeres que necesitan agua de lluvia sobre
su dolor y palabras para liberarse de él.
Llueve.
Las gotas recorren el callejón como lanzas y se vuelven torrente, olas sin
espuma y sin vaivén. Desde la oscuridad, una farola rota vigila los pasos de
los que llegan huyendo de la luz. No hay más testigos que la piedra y el
viento, que aúlla sin cesar. El agua lame los peldaños y murmura palabras como
gritos débiles de mujer.
A
contraluz, dos siluetas son engullidas por aquel pozo. La de menor estatura
llora confusa porque aquella tarde parecía como todas. La sombra más alta no habla,
la empuja hasta el fondo y la sujeta contra el poste. Ella pregunta por qué me
has traído hasta aquí, teníamos que ir directamente a casa... De un tirón, el
gigante le arranca la mochila y arroja el paraguas a aquel mar que no refleja.
Qué vas a hacer..., dice al sentir que una mano le levanta la falda mientras la
otra se desabrocha el cinturón. Déjame y te prometo que no diré nada...,
intenta de nuevo. Pero una lengua le oprime los labios, y dos manos amasan sus
pechos. Golpea y golpea contra el muro de carne. Unos pantalones se desploman y
ella reprime un grito cuando algo caliente la rasga... Se olvida de dónde está.
De quién es. De quién es él.
Ha dejado de llover. La noche es más oscura.
Recoge el
paraguas, la mochila, el dolor y deja allí su memoria, bajo la farola rota. Y
se prohíbe para siempre recordar que antes de que se marchara preguntó a
aquella sombra y cuando llegue a casa qué voy a decirle a mamá.
© Mª Pilar Álvarez Novalvos
No hay comentarios:
Publicar un comentario