Entre todos los inventos
creados por el ser humano hay uno que transmite a distancia la palabra y toda
clase de sonidos por la acción de la electricidad, lo que ha permitido que la
comunicación entre los seres humanos, aun estando lejos, pueda realizarse.
¡Oiga! ¡Oiga!
Sí. ¿Quién habla?
¡Mamma mía! ¡Qué maravilla!
Mi nuevo invento funciona. He logrado que alguien en la tierra me escuche. Por
favor, no interrumpan, no sea que este aparato falle y se corte la
comunicación. Hablo desde las alturas.
Quería deciros… que el once
de junio de 2002, me sentí eufórico. Se había hecho justicia. Y desde la
inmensidad de este cielo proclamé que ya era hora que el Congreso de los
Estados Unidos de América aprobara la resolución 269, en la que se reconoce que
el inventor del teletrófono no es otro más que yo, Antonio Meucci, servidor de Dios.
Nací en mi bella Florencia un 13 de abril de 1808, y el fin del mundo llegó
para mí, al morir en New York el 18 de octubre de 1889. Me despedí de la tierra,
pobre, desilusionado y amargado, ya que jamás conocí la gloria ni el
reconocimiento de mi talento. ¡Rayos! Me he emocionado...
He de reconocer si soy
sincero conmigo mismo que mi gran habilidad para los inventos, chocaba con mi
escaso conocimiento del idioma inglés y mi poca desenvoltura ante las artimañas
legales y los ingentes intereses económicos de las grandes corporaciones de mi
país de adopción.
Siempre fui mañoso, y en
1854, construí un teléfono para conectar mi mesa de trabajo, en la planta baja,
con nuestro dormitorio, ubicado en el segundo piso, y donde estaba mi mujer inmovilizada
por el reumatismo.
En 1860 hice público mi
invento: el teletrófono. En una demostración pública, la voz de un cantante se
trasmitió a una considerable distancia. La prensa italiana de Nueva York se
hizo eco de la descripción del invento y un tal Sr. Bendelari se llevó a Italia
una copia del prototipo, y la documentación necesaria para producirlo allí,
pero no se volvió a saber de él, como tampoco se materializó ninguna de las
ofertas que surgieron tras la demostración.
Consciente de que alguien
podía robarme la patente, pero incapaz de reunir los doscientos cincuenta dólares
que costaba, tuve que conformarse con un cáveat (“aviso”), trámite
preliminar de presentación de documentación para su patente, con vigencia por
un año, que registré el 28 de diciembre de 1871 y que pude permitirme
renovar ―por 10 dólares― solo en 1872 y 1873.
En cuanto tuve el acuse de
recibo de Patentes, volví a empeñarme, era y sigo siendo bastante tozudo, en
demostrar el potencial de mi invento. Para ello, me ofrecí a hacer una
demostración del «telégrafo parlante» a un empresario llamado
Edward B. Grant, vicepresidente de una filial de la Western Union
Telegraph Company. Aún guardo en mi memoria los paseos que tuve que dar, yendo
y viniendo tratando de efectuar la demostración, pero siempre recibía la misma
respuesta: No había hueco para argumentar dicho invento. Así a los dos años,
cansado y con la mosca detrás de la oreja, pedí que me devolvieran el material
entregado, a lo que me contestaron que se había perdido.
El 14 de enero de 1876 fue
horroroso para mí, Alexander Graham Bell se presentó en la Oficina de Patentes
de Nueva York para registrar un invento totalmente nuevo, inaudito e insólito:
el teléfono. Realmente no describía el teléfono pero lo mencionaba como tal. Bell
llegó a las doce del mediodía y para mayor afrenta se presentó otro, Elías
Gray, dos horas después, pretendiendo patentar
el mismo invento: Mi teletrófono.
Cuando me enteré ―vivía
cerca de Nueva York― pedí a un abogado -que
resultó ser un gran bribón-
que hiciera una reclamación ante la oficina de patentes de los Estados Unidos,
en Washington. Algo que nunca hizo. Sin embargo, un amigo mío que tenía
contactos en Washington, se enteró y vino corriendo a contarme, que toda la
documentación referente al telégrafo parlante registrada por mí, en 1781, se
había extraviado.
Mientras tanto, Bell -otro pícaro- se pavoneó presentando su
invento en la exposición celebrada en Philadelphia con motivo del primer
centenario de la independencia de su país. Al emperador del Brasil, Pedro II,
invitado al evento, le pusieron un teléfono en la mano. El emperador lo
examinaba cuando comenzaron a salir voces de él, lo soltó alarmado y exclamó:
“¡Pero esto… habla!”.
Una investigación posterior
puso en evidencia un delito de prevaricación por parte de algunos -me voy a quedar sin
adjetivos- empleados
de la oficina de patentes con la compañía de Bell. En un litigio posterior
entre la empresa Bell Telephone Company (creada en 1877) y Western Union,
afloró que existía un acuerdo por el cual Bell pagaría a la Western Union, un veinte
por ciento de los beneficios derivados de la comercialización de su invento
durante diecisiete años.
No creo necesario decir que
el dinero tocó a sus puertas a borbotones, mientras yo... dejémoslo. Estaba
desesperado. Diez años después, en un proceso legal de 1886, tuve que demandar
incluso a mi propio abogado, que había sido sobornado por el poderoso Bell. Sin
embargo, no me rendí y en mi jerigonza le hice entender al juez que no cabía
duda en cuanto a la autoría del invento registrado. Pero a pesar de la
declaración pública del entonces Secretario de Estado que proclamó: «Existen
suficientes pruebas para dar prioridad a Meucci en la invención del teléfono» y
de que el Gobierno de Estados Unidos iniciara acciones legales por fraude
contra la patente de Alexander Graham Bell, el proceso embarrancó en el arenal
de los recursos por los abogados de Bell. La suerte me fue adversa ya que no
pude evitar mi muerte y el caso se cerró en 1889.
Desde estas alturas he
tenido que escuchar durante muchos, muchos años que Alexander Granham Bell era
considerado el inventor del teléfono. -Señores…
que solo fue el primero en patentarlo-
gritaba con voz cansina, pero nadie me oía.
En menos de veinticinco
años una de cada cincuenta personas tenía ya teléfono en Estados Unidos. La
primera central telefónica se instaló en New Haven, Connecticut. Contaba con 21
abonados, entre ellos el novelista Mark Twain.
España fue una de las
primeras naciones del mundo en beneficiarse de este artilugio: el 16 de
diciembre de 1877 se efectuaba la primera comunicación en Barcelona. A Madrid
llegaría un año después. Eso lo supe en vida.
Desde entonces y hasta hoy
han sido innumerables las innovaciones y mejoras en el mundo de la telefonía,
cosa que me alegra muchísimo. En 1889, el año de mi muerte, el norteamericano
William Gray inventó el teléfono público por monedas. En 1891, el mismo
inventor, asociado con otros, instaló el teléfono de monedas en una cadena de
grandes almacenes. Luego vendría el teléfono portátil, el de bolsillo, el
teléfono de mando vocal, e incluso el teléfono para sordos. Sueño con que un
alma buena me traiga un móvil de nueva generación para trastear con él.
Lo que no hicieron los
hombres, lo hizo Dios, nuestro Señor. Valorarme. Nada más llegar me puso al frente del
departamento de comunicaciones. No paro de inventar, de trabajar. Otras almas
se encargan de llevar a las mentes privilegiadas mis descubrimientos. Ya no me
preocupa la Gloria, estoy en ella. Menos mal porque sigo sin tener dinero para poder
patentar este nuevo aparato que me ha permitido hablar con vosotros.
© Marieta Alonso Más
Librería Notting Hill Bookshop en Alcalá de Henares (Madrid) |
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