viernes, 28 de abril de 2017

De tertulia con... Un artilugio llamado teléfono








Entre todos los inventos creados por el ser humano hay uno que transmite a distancia la palabra y toda clase de sonidos por la acción de la electricidad, lo que ha permitido que la comunicación entre los seres humanos, aun estando lejos,  pueda realizarse.

¡Oiga! ¡Oiga!  

Sí. ¿Quién habla?

¡Mamma mía! ¡Qué maravilla! Mi nuevo invento funciona. He logrado que alguien en la tierra me escuche. Por favor, no interrumpan, no sea que este aparato falle y se corte la comunicación. Hablo desde las alturas.

Quería deciros… que el once de junio de 2002, me sentí eufórico. Se había hecho justicia. Y desde la inmensidad de este cielo proclamé que ya era hora que el Congreso de los Estados Unidos de América aprobara la resolución 269, en la que se reconoce que el inventor del teletrófono no es otro más que yo, Antonio Meucci, servidor de Dios. Nací en mi bella Florencia un 13 de abril de 1808, y el fin del mundo llegó para mí, al morir en New York el 18 de octubre de 1889. Me despedí de la tierra, pobre, desilusionado y amargado, ya que jamás conocí la gloria ni el reconocimiento de mi talento. ¡Rayos! Me he emocionado...

He de reconocer si soy sincero conmigo mismo que mi gran habilidad para los inventos, chocaba con mi escaso conocimiento del idioma inglés y mi poca desenvoltura ante las artimañas legales y los ingentes intereses económicos de las grandes corporaciones de mi país de adopción.

Siempre fui mañoso, y en 1854, construí un teléfono para conectar mi mesa de trabajo, en la planta baja, con nuestro dormitorio, ubicado en el segundo piso, y donde estaba mi mujer inmovilizada por el reumatismo.

En 1860 hice público mi invento: el teletrófono. En una demostración pública, la voz de un cantante se trasmitió a una considerable distancia. La prensa italiana de Nueva York se hizo eco de la descripción del invento y un tal Sr. Bendelari se llevó a Italia una copia del prototipo, y la documentación necesaria para producirlo allí, pero no se volvió a saber de él, como tampoco se materializó ninguna de las ofertas que surgieron tras la demostración.

Consciente de que alguien podía robarme la patente, pero incapaz de reunir los doscientos cincuenta dólares que costaba, tuve que conformarse con un cáveat (“aviso”), trámite preliminar de presentación de documentación para su patente, con vigencia por un año, que registré el 28 de diciembre de 1871 y que pude permitirme renovar ―por 10 dólares― solo en 1872 y 1873.

En cuanto tuve el acuse de recibo de Patentes, volví a empeñarme, era y sigo siendo bastante tozudo, en demostrar el potencial de mi invento. Para ello, me ofrecí a hacer una demostración del «telégrafo parlante» a un empresario llamado Edward B. Grant, vicepresidente de una filial de la Western Union Telegraph Company. Aún guardo en mi memoria los paseos que tuve que dar, yendo y viniendo tratando de efectuar la demostración, pero siempre recibía la misma respuesta: No había hueco para argumentar dicho invento. Así a los dos años, cansado y con la mosca detrás de la oreja, pedí que me devolvieran el material entregado, a lo que me contestaron que se había perdido.

El 14 de enero de 1876 fue horroroso para mí, Alexander Graham Bell se presentó en la Oficina de Patentes de Nueva York para registrar un invento totalmente nuevo, inaudito e insólito: el teléfono. Realmente no describía el teléfono pero lo mencionaba como tal. Bell llegó a las doce del mediodía y para mayor afrenta se presentó otro, Elías Gray, dos horas después, pretendiendo patentar  el mismo invento: Mi teletrófono.

Cuando me enteré ―vivía cerca de Nueva York― pedí a un abogado -que resultó ser un gran bribón- que hiciera una reclamación ante la oficina de patentes de los Estados Unidos, en Washington. Algo que nunca hizo. Sin embargo, un amigo mío que tenía contactos en Washington, se enteró y vino corriendo a contarme, que toda la documentación referente al telégrafo parlante registrada por mí, en 1781, se había extraviado.

Mientras tanto, Bell -otro pícaro- se pavoneó presentando su invento en la exposición celebrada en Philadelphia con motivo del primer centenario de la independencia de su país. Al emperador del Brasil, Pedro II, invitado al evento, le pusieron un teléfono en la mano. El emperador lo examinaba cuando comenzaron a salir voces de él, lo soltó alarmado y exclamó: “¡Pero esto… habla!”.

Una investigación posterior puso en evidencia un delito de prevaricación por parte de algunos -me voy a quedar sin adjetivos- empleados de la oficina de patentes con la compañía de Bell. En un litigio posterior entre la empresa Bell Telephone Company (creada en 1877) y Western Union, afloró que existía un acuerdo por el cual Bell pagaría a la Western Union, un veinte por ciento de los beneficios derivados de la comercialización de su invento durante diecisiete años.

No creo necesario decir que el dinero tocó a sus puertas a borbotones, mientras yo... dejémoslo. Estaba desesperado. Diez años después, en un proceso legal de 1886, tuve que demandar incluso a mi propio abogado, que había sido sobornado por el poderoso Bell. Sin embargo, no me rendí y en mi jerigonza le hice entender al juez que no cabía duda en cuanto a la autoría del invento registrado. Pero a pesar de la declaración pública del entonces Secretario de Estado que proclamó: «Existen suficientes pruebas para dar prioridad a Meucci en la invención del teléfono» y de que el Gobierno de Estados Unidos iniciara acciones legales por fraude contra la patente de Alexander Graham Bell, el proceso embarrancó en el arenal de los recursos por los abogados de Bell. La suerte me fue adversa ya que no pude evitar mi muerte y el caso se cerró en 1889.

Desde estas alturas he tenido que escuchar durante muchos, muchos años que Alexander Granham Bell era considerado el inventor del teléfono. -Señores… que solo fue el primero en patentarlo- gritaba con voz cansina, pero nadie me oía.

En menos de veinticinco años una de cada cincuenta personas tenía ya teléfono en Estados Unidos. La primera central telefónica se instaló en New Haven, Connecticut. Contaba con 21 abonados, entre ellos el novelista Mark Twain.

España fue una de las primeras naciones del mundo en beneficiarse de este artilugio: el 16 de diciembre de 1877 se efectuaba la primera comunicación en Barcelona. A Madrid llegaría un año después. Eso lo supe en vida.

Desde entonces y hasta hoy han sido innumerables las innovaciones y mejoras en el mundo de la telefonía, cosa que me alegra muchísimo. En 1889, el año de mi muerte, el norteamericano William Gray inventó el teléfono público por monedas. En 1891, el mismo inventor, asociado con otros, instaló el teléfono de monedas en una cadena de grandes almacenes. Luego vendría el teléfono portátil, el de bolsillo, el teléfono de mando vocal, e incluso el teléfono para sordos. Sueño con que un alma buena me traiga un móvil de nueva generación para trastear con él.

Lo que no hicieron los hombres, lo hizo Dios, nuestro Señor. Valorarme. Nada más llegar me puso al frente del departamento de comunicaciones. No paro de inventar, de trabajar. Otras almas se encargan de llevar a las mentes privilegiadas mis descubrimientos. Ya no me preocupa la Gloria, estoy en ella. Menos mal porque sigo sin tener dinero para poder patentar este nuevo aparato que me ha permitido hablar con vosotros. 



© Marieta Alonso Más




Librería Notting Hill Bookshop en Alcalá de Henares (Madrid)

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