viernes, 8 de diciembre de 2017

Alberto Martínez Ibañez: El sombrero del compartimento 88

Bombín



Cuando llegué a mi compartimento observé que tan sólo había un asiento libre. Una familia alemana formada por un hombre, su esposa y tres hijos de entre cuatro y nueve años a lo sumo, que viajaba como yo a Berlín, ocupaba la mayor parte del espacio. 

Sin embargo, un silencio casi sepulcral junto a los rostros hieráticos de aquellos niños, me hicieron recordar que en la Europa de 1938 nunca se viajaba solo. El miedo en aquel tren era moneda común entre sus pasajeros y no había momento ni lugar para confianzas.

Durante los segundos que tardé en quitarme y sacudir mi abrigo y mi sombrero, aun cubiertos por la nieve, pude apreciar que el baúl y las grandes maletas en las que aquella familia guardaba todo aquello cuanto tenía, se encontraban marcadas con ese aspa que los miembros de la policía alemana utilizaban para señalar los bultos debidamente registrados.

Comprendí en aquel instante el motivo de sus rictus inquebrantables y me decidí a presentarme convenientemente; tal vez para restarles un poco de esa angustia contenida a quienes yo creía los padres de las criaturas. Les dije que me llamaba Bernard Kröos, la identidad del pasaporte que utilizaría en territorio alemán, y que viajaba a Berlín como empresario encargado de contratar una orquesta digna de ser escuchada en el Liceo de Barcelona o la Scala de Milán. Aproveché mientras lo hacía para sacar del bolsillo interior de mi abrigo un trozo de tiza y poder así marcar también mi maleta.

Una vez que el tren salió de la estación de Dresde, en la que yo había subido, invité a aquel hombre a salir del compartimento para fumar un cigarrillo. A pesar de ser más de media noche, el vagón restaurante permanecía abierto, y aunque estuviera lleno de gente, nuestra conversación pasaría más desapercibida que en la semioscuridad de los pasillos de los vagones. Nos sentamos en una de aquellas pequeñas mesas de madera, junto a la última ventana del restaurante, y con una taza de café entre las manos, le pregunté en voz baja que si su verdadero nombre era el de Karl Ülrich.

Su mirada, furiosa a la par que incrédula, me confirmó al instante que no me equivocaba, como tampoco era cierto el hecho de que aquella fuera su familia. En realidad, yo no pretendía encontrar un sitio discreto donde poder hablar, sino más bien un lugar donde poder mantenerle callado y sin posibilidad de respuesta. Ülrich era conocido por la cantidad de familias que había logrado sacar del país, pero también por ser capaz de quitarle la vida a cualquiera que lograse averiguar quién era. Mi suerte aquella noche fue darle la información que conocía antes de que pudiese matarme; la suya fue conocer que en esa ocasión, en Berlín, le estaban esperando.

Ante la gravedad de lo que le estaba contando, a Ülrich le quedaba únicamente una alternativa; la de confiar en un completo desconocido que le había descubierto en un tren repleto de nazis. Me dijo, entonces, que se trataba de la esposa y de los hijos del actual Embajador de Polonia en Berlín, Józef Lipski, un hombre que había participado años antes en el Pacto de no agresión germano-polaco y cuyo poder estaba viendo menguar tras la falta de confianza por parte de su propio país.

Me contó también que habían contactado con él para sacar de Polonia a esta familia, ante la inminente invasión del país por parte del ejército alemán; y que lo había hecho saliendo de Polonia en ese tren, que partió desde Cracovia y entraba en Alemania vía Praga. Pero claro, eso yo ya lo sabía. Lo cierto, me decía Ülrich, era que la posición de Lipski se encontraba cada vez más en entredicho y que no era de total confianza ni para los polacos ni para los alemanes. Con el origen de aquella familia que nos esperaba en el compartimento 88, había decidido confiarme también sus vidas.

Unos minutos más tarde, y con una mirada más serena, Ülrich me invitó a una segunda taza de café, aunque un frenazo inesperado del tren provocó que se le derramara casi por completo sobre mi sombrero y nos levantáramos antes de lo planeado para regresar al compartimento. Tiempo tendríamos antes de la llegada del tren a Berlín para desarrollar un plan de fuga para él y para la esposa y los hijos del Embajador. Pero, lo que no podía imaginarme es que ese tiempo para idear la huida ya no existiera y que, a partir de entonces, lo único que nos quedara fuera improvisar. Cuando abrimos la puerta del compartimento en el que viajábamos, los niños ya no se encontraban allí, y Ülrich preguntó a su madre que dónde estaban. 

Yo decidí actuar como un perfecto desconocido que había ido a la cafetería con un compañero de viaje y me senté en mi asiento a escuchar la conversación en silencio. La esposa de Lipski respondía en polaco las preguntas que le hacía Ülrich, también en polaco. No podía entenderles pero, por el modo en que iba subiendo el tono, noté que algo no iba bien. No podía interferir en aquella conversación, que era más una discusión en realidad, porque me pondría en peligro a mí, pondría en peligro a Ülrich y, sobre todo, haría peligrar el futuro de muchas personas en próximas misiones.

Ante mi sorpresa, esa extraña mujer sacó de debajo de su asiento una pequeña pistola. Sin apenas tiempo para reaccionar encañonó a Ülrich en la cabeza mientras me decía a mí en un perfecto alemán que me mantuviese sentado y que pronto vendría la policía alemana para sacar de allí a aquél traidor al Reich. Comprendí entonces que Ülrich había caído en una trampa y que tenía que actuar. Me abalancé sobre ella logrando desarmarla y la dejé inconsciente tras un fuerte golpe en la cabeza, aunque por desgracia durante el forcejeo se disparó el arma y mi aliado resultó herido.

No había tiempo para nada. La policía que patrullaba aquel tren habría escuchado el disparo y se presentaría allí en cualquier momento. Fue entonces cuando le propuse cambiar de abrigo y prestarle mi sombrero para que pudiera dar esquinazo a aquellos guardias. Yo también abandoné allí a la mujer y el vagón en el que había ocurrido todo, y decidí mezclarme con el pasaje en el vagón restaurante. Aunque no tuve los arrestos de Ülrich, al que vi lanzarse del tren en marcha poco antes. Algún tiempo después supe que la supuesta esposa del Embajador de Polonia era en realidad una espía alemana encargada de interceptar a los miembros de grupos organizados que ayudaban a escapar a personas judías de las fauces del nazismo.

Aquella mujer, de la que nunca supimos su identidad auténtica había logrado hacer creer a Ülrich que era la esposa de Lipski y que aquellos tres niños, arrancados de una familia polaca, eran sus hijos. Durante años, tuve la incertidumbre de lo que habría pasado con aquel hombre al que me encargaron proteger. No supe si habría sido atrapado por las autoridades alemanas ni si su herida en el costado izquierdo sería lo demasiado grave como para salir vivo de aquello.

Hoy, mientras veía caer la primera nevada del invierno por la ventana del salón de mi casa de Liverpool, he recibido un paquete que contenía mi viejo sombrero y una nota que decía: «Te debo una taza de café, amigo».




© Alberto Martínez Ibañez

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