Bombín |
Cuando llegué a mi
compartimento observé que tan sólo había un asiento libre. Una familia alemana
formada por un hombre, su esposa y tres hijos de entre cuatro y nueve años a lo
sumo, que viajaba como yo a Berlín, ocupaba la mayor parte del espacio.
Sin embargo,
un silencio casi sepulcral junto a los rostros hieráticos de aquellos niños, me
hicieron recordar que en la Europa de 1938 nunca se viajaba solo. El miedo en
aquel tren era moneda común entre sus pasajeros y no había momento ni lugar
para confianzas.
Durante los segundos que
tardé en quitarme y sacudir mi abrigo y mi sombrero, aun cubiertos por la
nieve, pude apreciar que el baúl y las grandes maletas en las que aquella
familia guardaba todo aquello cuanto tenía, se encontraban marcadas con ese
aspa que los miembros de la policía alemana utilizaban para señalar los bultos
debidamente registrados.
Comprendí en aquel instante
el motivo de sus rictus inquebrantables y me decidí a presentarme
convenientemente; tal vez para restarles un poco de esa angustia contenida a
quienes yo creía los padres de las criaturas. Les dije que me llamaba Bernard
Kröos, la identidad del pasaporte que utilizaría en territorio alemán, y que
viajaba a Berlín como empresario encargado de contratar una orquesta digna de
ser escuchada en el Liceo de Barcelona o la Scala de Milán. Aproveché mientras
lo hacía para sacar del bolsillo interior de mi abrigo un trozo de tiza y poder
así marcar también mi maleta.
Una vez que el tren salió
de la estación de Dresde, en la que yo había subido, invité a aquel hombre a
salir del compartimento para fumar un cigarrillo. A pesar de ser más de media
noche, el vagón restaurante permanecía abierto, y aunque estuviera lleno de
gente, nuestra conversación pasaría más desapercibida que en la semioscuridad
de los pasillos de los vagones. Nos sentamos en una de aquellas pequeñas mesas
de madera, junto a la última ventana del restaurante, y con una taza de café
entre las manos, le pregunté en voz baja que si su verdadero nombre era el de
Karl Ülrich.
Su mirada, furiosa a la par
que incrédula, me confirmó al instante que no me equivocaba, como tampoco era
cierto el hecho de que aquella fuera su familia. En realidad, yo no pretendía
encontrar un sitio discreto donde poder hablar, sino más bien un lugar donde poder
mantenerle callado y sin posibilidad de respuesta. Ülrich era conocido por la
cantidad de familias que había logrado sacar del país, pero también por ser
capaz de quitarle la vida a cualquiera que lograse averiguar quién era. Mi
suerte aquella noche fue darle la información que conocía antes de que pudiese
matarme; la suya fue conocer que en esa ocasión, en Berlín, le estaban
esperando.
Ante la gravedad de lo que
le estaba contando, a Ülrich le quedaba únicamente una alternativa; la de
confiar en un completo desconocido que le había descubierto en un tren repleto
de nazis. Me dijo, entonces, que se trataba de la esposa y de los hijos del
actual Embajador de Polonia en Berlín, Józef Lipski, un hombre que había
participado años antes en el Pacto de no agresión germano-polaco y cuyo poder
estaba viendo menguar tras la falta de confianza por parte de su propio país.
Me contó también que habían
contactado con él para sacar de Polonia a esta familia, ante la inminente
invasión del país por parte del ejército alemán; y que lo había hecho saliendo
de Polonia en ese tren, que partió desde Cracovia y entraba en Alemania vía
Praga. Pero claro, eso yo ya lo sabía. Lo cierto, me decía Ülrich, era que la
posición de Lipski se encontraba cada vez más en entredicho y que no era de
total confianza ni para los polacos ni para los alemanes. Con el origen de
aquella familia que nos esperaba en el compartimento 88, había decidido
confiarme también sus vidas.
Unos minutos más tarde, y
con una mirada más serena, Ülrich me invitó a una segunda taza de café, aunque
un frenazo inesperado del tren provocó que se le derramara casi por completo
sobre mi sombrero y nos levantáramos antes de lo planeado para regresar al
compartimento. Tiempo tendríamos antes de la llegada del tren a Berlín para
desarrollar un plan de fuga para él y para la esposa y los hijos del Embajador.
Pero, lo que no podía imaginarme es que ese tiempo para idear la huida ya no
existiera y que, a partir de entonces, lo único que nos quedara fuera
improvisar. Cuando abrimos la puerta del compartimento en el que viajábamos,
los niños ya no se encontraban allí, y Ülrich preguntó a su madre que dónde
estaban.
Yo decidí actuar como un perfecto desconocido que había ido a la
cafetería con un compañero de viaje y me senté en mi asiento a escuchar la
conversación en silencio. La esposa de Lipski respondía en polaco las preguntas
que le hacía Ülrich, también en polaco. No podía entenderles pero, por el modo
en que iba subiendo el tono, noté que algo no iba bien. No podía interferir en
aquella conversación, que era más una discusión en realidad, porque me pondría
en peligro a mí, pondría en peligro a Ülrich y, sobre todo, haría peligrar el
futuro de muchas personas en próximas misiones.
Ante mi sorpresa, esa
extraña mujer sacó de debajo de su asiento una pequeña pistola. Sin apenas
tiempo para reaccionar encañonó a Ülrich en la cabeza mientras me decía a mí en
un perfecto alemán que me mantuviese sentado y que pronto vendría la policía
alemana para sacar de allí a aquél traidor al Reich. Comprendí entonces que
Ülrich había caído en una trampa y que tenía que actuar. Me abalancé sobre ella
logrando desarmarla y la dejé inconsciente tras un fuerte golpe en la cabeza,
aunque por desgracia durante el forcejeo se disparó el arma y mi aliado resultó
herido.
No había tiempo para nada.
La policía que patrullaba aquel tren habría escuchado el disparo y se
presentaría allí en cualquier momento. Fue entonces cuando le propuse cambiar
de abrigo y prestarle mi sombrero para que pudiera dar esquinazo a aquellos
guardias. Yo también abandoné allí a la mujer y el vagón en el que había
ocurrido todo, y decidí mezclarme con el pasaje en el vagón restaurante. Aunque
no tuve los arrestos de Ülrich, al que vi lanzarse del tren en marcha poco
antes. Algún tiempo después supe que la supuesta esposa del Embajador de
Polonia era en realidad una espía alemana encargada de interceptar a los
miembros de grupos organizados que ayudaban a escapar a personas judías de las
fauces del nazismo.
Aquella mujer, de la que
nunca supimos su identidad auténtica había logrado hacer creer a Ülrich que era
la esposa de Lipski y que aquellos tres niños, arrancados de una familia
polaca, eran sus hijos. Durante años, tuve la incertidumbre de lo que habría
pasado con aquel hombre al que me encargaron proteger. No supe si habría sido
atrapado por las autoridades alemanas ni si su herida en el costado izquierdo
sería lo demasiado grave como para salir vivo de aquello.
Hoy, mientras veía caer la
primera nevada del invierno por la ventana del salón de mi casa de Liverpool,
he recibido un paquete que contenía mi viejo sombrero y una nota que decía: «Te
debo una taza de café, amigo».
© Alberto Martínez Ibañez
No hay comentarios:
Publicar un comentario