«En el comienzo de la vida, que solo había espacio, nada orgánico, nada palpable, nada en lo que se pudiera pensar ni imaginar. Luego, después de ese vacío, se dibujó la primera de las realidades, aquello en lo que creíamos porque lo palpábamos, vivíamos, veíamos y sentíamos: La Tierra».
Cuenta la leyenda que Erebo, hijo de Caos, tuvo una hermana llamada Noche. La diosa Noche engendró dos hijos: Éter y Día.
El
primero era la clara y pura luz que se adivinaba en las más altas regiones del
cielo; era la luz de los dioses, de todas las estrellas que formaban aquellas
constelaciones. Por su parte, Día iluminaba a los pequeños mortales de la
Tierra que, siglo tras siglo, habían ido creciendo, sintiéndose cada día más
fuertes y arrogantes.
Los mortales fueron procreando y en su
procreación, surgiendo los grandes pensamientos que emanaban de su interior,
acompañando a los buenos sentimientos; estos, iluminados por la hija de la
diosa Noche. Sin embargo, la avaricia, la envidia y malos deseos hacían sombra
a la bella y resplandeciente diosa Día. «¿Por qué?», se preguntaba Día.
Era
su tío Erebo, hijo de Caos, quien con sus sucias astucias endiabladamente
enturbiaba a su sobrina Día.
«¡Qué
lleguen las mammantus!» -decía-. «¡Qué vengan las grandes nubes mastodónticas
llenas de negativas energías!».
La
pequeña Carlota, que escuchaba muy atentamente aquella extraña historia, antes
de cerrar sus ojos ya vencida por el sueño provocado de un ajetreado día,
preguntó: «¿Y qué puedo hacer yo para ayudar a que la Tierra no se encuentre
tan pérdida? Día y su mama Noche se confunden, las dos están aturdidas».
—Cierra
tus lindos ojos —le dije—. Piensa siempre en cosas bonitas y mañana, al
despertar, levántate con una hermosa sonrisa, da un gran abrazo a los estén
cerca de ti y un cariñoso deseo de «buenos días»; esto hará que Día sonría y su
diosa madre Noche descanse tranquila; mientras, las diabólicas mammantus
permanecerán escondidas, por temor a que sus propios rayos puedan herirlas. Y
así, el envidioso Erebo ante el amor desprendido de aquella pequeña niña, quedo
preso en su propio caos, girando y girando envuelto en sus miserias sin poder
salir el resto de su vida.
©María
del Carmen Aranda
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