No te imaginas, amigo, lo que sucedió.
No te lo puedes imaginar porque fue… bueno, es imposible de describir, te lo
digo yo que lo viví en mis carnes y lo contemplé todo como te estoy viendo a
ti, casi así de cerquita, porque en mis años mozos yo era carcelero en la
prisión de Las Alondras, que estaba situada a las afueras de la ciudad, detrás
de la colina Montoya. Sí, no me mires así, era carcelero, aunque te parezca
extraño, y fui testigo de los hechos, testigo en primera línea. La cárcel de Las
Alondras… Fíjate, amigo, qué cosas, poner a una prisión –donde todos desean
volar y nadie puede- el nombre de unos pájaros que son libres. Ya ves lo
caprichosas y absurdas que son nuestras autoridades. Pues el caso es que una
mañana la noticia estalló, se difundió y se extendió, y un arco iris de
sonrisas alumbró los labios de cientos de personas al conocerla, y la alegría
borboteó por sus rostros transformando esos cientos de almas en burbujas de
champán francés que subían y bajaban por la piel. Y un grito surgió en multitud
de gargantas, porque sus ruegos a través de los años habían sido escuchados. Tú
no sabes cuánto tiempo llevaban suplicando. Tras tanta lucha, tras tantos
sinsabores, tras tantas amarguras acumuladas y retorcidas por sus venas, por
fin los tendrían cerca, por fin podrían verlos y escucharlos y abrazarlos sin
tener que desplazarse, por fin los mantendrían a su lado, por fin estarían
juntos, por fin, por fin juntos para siempre.
Y la noticia, amigo, se divulgó de
inmediato a través de todos los medios de comunicación, saltó pueblos, ciudades
y fronteras e hizo nacer esperanzas y renacer ilusiones. Sí, amigo, sí, Juan
Lamberto Ruano, el Presidente de este nuestro país atiborrado de sombras,
silencios y oscuridades, el gran dictador, ahora puedo decirlo sin preocuparme
porque ya me importa una bleda lo que puedan hacerme —qué le van a hacer a un
viejo como yo—, y el dueño absoluto de los destinos de millones de ciudadanos,
había concedido su permiso para que los presos disidentes fueran reunidos y
trasladados a una cárcel común, exclusiva para ellos. Tú no lo sabes, amigo,
porque eres demasiado joven pero, en aquel entonces —qué me vas a contar a mí—,
en aquel entonces había disidencia y oposición, como te lo explico, y aquellos
seres que gritaron y aullaron sin miedo a favor de la libertad, que clamaron
por el pueblo y por sus derechos, fueron vilmente encarcelados para acallar sus
voces, cada cual en un punto distinto del país. Son cosas que suceden, o que
sucedían, amigo, porque después de lo ocurrido, después de aquel día teñido de
negro noche, las voces quedaron silenciadas para siempre y la tristeza se
aposentó entre nosotros hasta hoy, fíjate cuánto tiempo, cuánto tiempo de
sombras.
Pues el caso es que los padres, los
hermanos, los familiares, los amigos de los presos disidentes, todos saltaron
de alegría al saber que iban a tenerlos cerca, juntos para siempre, que no deberían
trasladarse y recorrer cientos de kilómetros para poder abrazarlos. Y tantas
lágrimas de dolor se transformaron en torrentes de felicidad, en aluviones
imparables de nostalgias cercenadas, sin llegar a imaginar lo que iba a
suceder, pues ni siquiera yo, amigo, que era carcelero en aquella prisión con
nombre de libertad, pude intuirlo. Bueno, ni yo ni nadie.
Y resulta que todo se hizo muy deprisa,
demasiado deprisa, amigo, pienso yo ahora, aunque no entonces, porque entonces…
entonces no me cabía en la cabeza que pudiera existir tanta maldad. Cuando eres
joven la vida es diferente, te agarra por las piernas y por el corazón y te
cubre de besos, similares a telarañas suaves que acarician la piel, y te crees
que siempre va a ser así, porque todo lo ves de muchos colores que después te
arrancan de cuajo para llenarte el alma de delirios negros y de filamentos
oscuros que te van apretando y ahogando. Pues sí, amigo, sí, algo que había
tardado tantísimo tiempo en solucionarse se hizo muy deprisa, en muy pocos días.
Fueron llegando a Las Alondras camiones y camiones cargados de pobres miserables,
esqueletos de silencio, todos delgaditos y sombríos, como fantasmas ateridos de
sombras y sedientos de temblores, y yo los miraba, amigo, y procuraba no pensar
en nada, me limitaba a realizar mi trabajo porque si me detenía a pensar tal
vez hubiera quedado ahogado por manadas de gritos, gritos de pena y soledad, y
no podía, de verdad, no podía hacer otra cosa más que callar y tragarme el
dolor, porque tenía una familia que alimentar, tres hijos nada menos, y otro a
la vuelta de la esquina, pues en aquel entonces mi mujer estaba embarazada de
Pablito, el pequeño, y yo no podía hacer nada más que barruntar pesares y
seguir adelante.
Y los presos llegaron, amigo, como una
marabunta de melodías cascadas y rotas, y desfilaron despacito pero con la
cabeza alta y los ojos muy brillantes clamando verdades, esas que nos han
robado a todos y que ellos habían sido capaces de defender, y tomaron posesión
de Las Alondras en su totalidad, y el resto, es decir, los comunes, los
criminales, los chorizos, incluso los terroristas, fueron trasladados a otras
prisiones lejanas, quedando allí sólo ellos, los disidentes, los libertinos,
los parias, los que pensaban de forma distinta a la de nuestro querido
Presidente, los molestos al fin y al cabo. Y la vida, amigo, continuó su
ajetreado rumbo rozándonos con un silencio agónico que no supimos interpretar.
Porque todo siguió igual durante varios meses, no sabría decirte cuántos, con
distintos rostros a mi alrededor, pero igual. Sí, amigo, sí, nada cambió hasta
aquella noche terrorífica del mes de septiembre.
Debo aclararte, amigo, que la vigilancia
en la prisión de Las Alondras era muy estricta durante el día, aunque por la
noche se relajaba, ya que en realidad la totalidad de los siniestros alojados no
hacía otra cosa más que dormir durante la oscuridad. Y allí quedábamos
únicamente seis personas a cargo del centro, es decir, cuatro vigías, uno en
cada una de las torres exteriores, un guardia en la puerta y yo, que me
mantenía en la sala de comunicaciones a cargo del teléfono y de las pantallas, unas
pantallas que captaban todos los rincones de la prisión. Y fue en esa noche de crujidos
tenues y estrellas a medio deshojar cuando sonó repentinamente el teléfono, al
que respondí. La voz gris y torcida del comisario Antonio Cruzado llegó a mis
oídos como escapada de un pozo. Y fue entonces cuando recibí una extraña orden:
la orden de desalojar el centro. Todos los guardianes, únicamente los
guardianes, me informó, debíamos abandonar la prisión y dirigirnos de inmediato
a la zona posterior de la misma, lugar en el que seríamos recogidos por una
furgoneta. Las órdenes, amigo, eran órdenes y no podían discutirse, pero
aquella sonó como un aullido en mis entrañas que, sin quererlo, se contrajeron
formando un nudo de interrogantes. Por mi cabeza pasaron en un instante cuadrigas
repletas de pensamientos sin respuesta, pues aquello sonaba realmente… anómalo.
Y me quedé con un por qué perdido en la boca, que no brotó porque de nada
habría servido. ¿Salir de allí, como a escondidas, en medio de la noche? ¿Sólo
los guardianes? ¿Abandonar repentinamente nuestro puesto de trabajo? No cabía
duda de que algo estaba a punto de suceder aunque no tuve tiempo para detenerme
a pensar. Eran órdenes y había que cumplirlas. Y actué de inmediato. Avisé a
mis compañeros, nos reunimos en la puerta y salimos de la cárcel sin perder un
instante. Efectivamente, una furgoneta oscura nos estaba esperando. Subimos en
silencio, con miles de preguntas agarradas a la garganta y manadas de
pensamientos confundidos con una noche que la ausencia de luna y estrellas
hacía demasiado negra. Y yo llevaba, amigo, el corazón tan encogido que parecía
un puño arrugado nadando en un lago de silencios y conjeturas. La camioneta
arrancó y empezamos a ascender la cuesta de la colina Montoya, que separaba el
pueblo de Las Alondras, y casi llegando a la cima, un ruido ensordecedor
taladró nuestros oídos, un estruendo como formado por infinitas bombas, a la
vez que contemplamos petrificados, con un estupor rayano en la demencia, cómo
la prisión en la que habíamos trabajado durante años estallaba en millones de
pedazos, reventaba, explotaba, se desintegraba envuelta en llamas, volaba en un
segundo caótico transformando aquel enclave en un horror, en un infierno, en un
cadáver monstruoso, en un aquelarre espeluznante de angustia comprimida, el
fuego comiéndose cientos de cuerpos depauperados, cientos de almas inocentes, el
fuego aullando, tragando, avanzando, el fuego convirtiendo nuestro pasado en
pavesas.
Jamás
podrías imaginar, amigo, lo que se siente en un momento así. Creo que a todos
se nos paró el corazón, menos al chófer que continuaba impertérrito su marcha. Nada
es comparable al terror que se instaló en nuestros horrorizados cuerpos. La
vida se detuvo en mis venas que reventaban entre los fragores del infierno que
contemplamos aquella noche sin luna. Quise hablar y no pude, quise llorar y no
pude, de verdad, amigo, no pude hacer nada más que permanecer callado, absorto,
anonadado, estupefacto y aterrorizado, con la cabeza convertida en una pasta
caliente, dando tumbos por dentro y por fuera, hasta que llegamos al pueblo y
la furgoneta se detuvo en la puerta trasera de la comisaría. Por las calles
pululaban decenas de almas tristes y acongojadas a las que había despertado la
explosión y se preguntaban qué había sucedido.
En
la comisaría nos esperaba Antonio Cruzado, el comisario, y nadie más. Demasiada
soledad. Los seis guardianes entramos y quedamos ante él y de sus ojos grises
como cenizas turbias brotaba una mezcolanza de odio, burla, poder y
determinación que jamás había contemplado en ninguna mirada. Permanecimos
quietos, callados, con el terror agazapado en todos los poros de la piel,
porque por mi cabeza cruzó la idea de que ahora nos tocaría a nosotros, que
había llegado la hora final, pero Antonio Cruzado, después de devorarnos con
sus pupilas arriba y abajo, dijo simplemente: «Ahora estáis muertos y los
muertos no hablan. En la cárcel de Las Alondras se ha producido un escape de
gas, todo ha saltado por los aires y no ha quedado nadie vivo. ¿Habéis
comprendido bien? Mañana celebraremos los funerales de las víctimas, es decir,
vuestros funerales. Será día de luto nacional».
Y
así fue, amigo, así fue cómo un día desaparecimos del mundo mis compañeros y yo
sin haber muerto, desapareció la única prisión con nombre de libertad,
desaparecieron los disidentes, desaparecieron las esperanzas y las ilusiones,
desapareció todo vestigio de sueños ribeteados de verde. Y a partir de ese día
aciago, el silencio tomó cuerpo entre nosotros y las lágrimas nos rodearon y
nos cosieron el alma y los labios con puntadas muy chiquitas.
Si
quieres que te diga la verdad, amigo, me he preguntado mil veces por qué razón
nos dejaron con vida. Habría sido muy sencillo mantenernos en la prisión y
perecer a causa del… supuesto escape de gas. Al fin y al cabo, nuestras vidas
tenían para ellos el mismo valor que las de aquellos parias, es decir, ninguno,
pero, por alguna razón incomprensible, nos indultaron, nos sellaron los labios
para siempre, nos entregaron dinero y nos enviaron lejos, lo más lejos posible,
con nuestras familias, allá donde nadie de la ciudad pudiera saber de nuestra
existencia. Y ellas, nuestras familias, celebraron nuestros propios funerales
sabiendo que todo era una farsa pero, como ya comprenderás, obedecíamos órdenes
y las órdenes son sagradas. Y nos lloraron, nos gritaron, nos rezaron y nos
enterraron, y todo volvió a la normalidad, una normalidad que dejó de serlo
porque el secreto de la crueldad humana quedó agazapado en mi alma para siempre.
Yo sabía que mi existencia nunca sería igual que antes.
A
partir de ese día, derramé muchas lágrimas de odio y desesperación, que de nada
valieron porque las lágrimas casi nunca sirven para nada. Y me enviaron aquí,
amigo, a este pueblucho miserable. Ellos, mi mujer y mis tres hijos, llegaron
después, cuando los acontecimientos se serenaron y ella dijo a todos sus
conocidos —porque tenía que decirlo— que se marchaba a otro lugar para que los
recuerdos no la comieran viva.
Desde
aquella noche terrorífica y festoneada de clamores, nunca he dejado de pensar
en lo ocurrido, amigo, nunca, ni un solo día, y he barruntado miles de
conjeturas, y he guardado hasta ahora, en una cueva de silencio pastoso, el
suceso acaecido, con las almas de aquellos miserables dando saltos y haciendo
cabriolas por mi memoria. Y llegué a la conclusión, amigo, de que tal vez nos
dejaron vivos para que fuéramos testigos mudos de lo que podía suceder a
aquellos que pensaban de manera distinta a la de nuestro querido Presidente, o
quizás se compadecieron de nuestras familias, no era necesario en realidad
dejar tantas viudas y tantos huérfanos, no lo sé, lo cierto es que no lo sé. A
lo largo de los años he dado mil vueltas al asunto y lo que he sacado en claro
sólo son suposiciones, amigo, meras suposiciones. La cuestión es que he llegado
casi al fin de mi vida con ese funesto secreto arañándome el corazón. Y en tu
crónica de la historia de nuestro bendito país, si alguna vez te dejan sacarla
a la luz, no quiero que olvides mencionar, amigo, la existencia de una prisión
con nombre de libertad, llamada Las Alondras, y lo que allí acaeció un día muy
triste, muy negro y muy desquiciado. Creo que soy el único testigo que queda
vivo y no quiero marcharme a la tumba con ese dolor que llevo agarrado al alma desde
hace tanto tiempo.
Te
aseguro, amigo, que todavía suenan en mis oídos los alaridos de las llamas
buscando el cielo desesperadamente, y te aseguro que desde entonces imagino
allí arriba a todos los disidentes, los insurrectos, los indeseables, los
parias, unidos y reunidos, y por fin juntos para siempre.
©
Blanca del Cerro
Este relato fue ganador del XVIII Certamen de Relato y Poesía María Fuentetaja, de El Escorial (Madrid) en el año 2009.
Enhorabuena Blanca por este relato tan estupendo. Escribes muy bien. Se lee de corrido y con interés. Un abrazo, Paqui.
ResponderEliminarGracias, Paqui. Me encanta que te guste.
EliminarComo relato lúgubre, macabro, siniestro, tétrico y tenebroso no está nada mal.
ResponderEliminarEres un poco exagerado, Paco. Lo interesante es que te guste. Un abrazo.
EliminarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarExplosivo !!!
ResponderEliminarcon y sin metáfora, en un directo mensaje al lector que se siente sobrevivir a tan fuerte impacto.
Enhorabuena Blanca, y Felicidades por partida doble.😉
Gracias, amigo. Un abrazo
EliminarTe llena de tristeza y deja un poso amargo; en el fondo, creo que es lo que persigue y lo consigue plenamente. Muy bien, Blanca, y ese premio totalmente merecido. Por su estilo, te trae a la mente el recuerdo de tantos escritores excelentes de la América hispana.
ResponderEliminarGracias, Luis, por tus palabras.
EliminarGracias, Blanca. Conocia este cuento, dramático y maravillosamente escrito, que te deja un poso de angustia en el alma, pensando en que cada persona somos capaces de la mayor bondad o del acto más cruel y malvado. Me sorprende siempre tu fantasía y tus inesperados finales. Enhorabuena
ResponderEliminarGracias, amigo desconocido, por tus palabras y tus alabanzas.
EliminarComo siempre, magnifica. Me ha encantado a la vez que me ha dolido. Enhorabuena Blanca, un magnifico relato
ResponderEliminarGracias, amigo desconocido. Es doloroso porque es real. Un saludo
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