Colgando de un muro en el Callejón del Gato, en pleno
centro de Madrid, se conservan dos espejos, uno cóncavo y otro convexo, que
fueron muy populares a finales del siglo diecinueve y principios del veinte.
Tanto es así que Valle Inclán los inmortalizó en una memorable escena de “Luces
de Bohemia”, donde sus estrafalarios protagonistas filosofan a propósito de su
visión más o menos distorsionada de la realidad.
Algunas veces, impulsado por la curiosidad, me he entretenido
observando cómo reacciona la gente cuando ve la imagen que les devuelven de sí
mismos esos espejos; y no deja de ser intrigante que mientras unos se ríen
divertidos hay otros, y no pocos, que se
quedan muy serios y pensativos, diríase que inquietos, ante tan grotesco
espectáculo.
Todo esto viene a cuento porque hace poco leí el relato de
un escritor, oscuro y totalmente desconocido, de nuestro tiempo, cuyo protagonista
es un hombre incapaz de reconocer su imagen en los espejos, hasta que un día, en
una de esas barracas de feria que van por los pueblos, llora de emoción al
contemplar su figura deforme en el reflejo de un cristal trucado.
Parece ser que el relato está basado en una historia real,
y que su caso fue motivo de estudio para algunos especialistas norteamericanos,
que llegaron incluso a publicar un artículo científico en el que describían los
síntomas, y el posible tratamiento, de una nueva forma de trastorno mental que
no estaba catalogada hasta entonces.
No hace mucho, comenté todo esto con una buena amiga que
es psicóloga y ella, después de escucharme con atención, iluminó la pequeña
sala donde nos encontrábamos con una sonrisa y luego negó con la cabeza.
—No estoy de acuerdo en absoluto —dijo—. Entre otras
razones porque hoy día cualquier comportamiento que se aleje de lo que
consideramos normal termina catalogado como trastorno. Pero resulta que el
concepto de normalidad que manejamos es completamente arbitrario, y cambia
según el contexto histórico y cultural donde lo apliquemos.
—¿Quieres decir que lo que le pasaba a ese tipo puede
considerarse normal? —pregunté descargando todo el énfasis en esa dichosa
palabra que tantos quebraderos de cabeza nos produce: “normal”.
—No hay más que aplicar el sentido común —respondió ella sin dejar de sonreír—, porque
si lo piensas bien, todos nosotros, en algún momento de nuestra vida, elegimos
el espejo donde queremos mirarnos; así que la verdadera dificultad consiste solamente
en no equivocarse de espejo.
© José Carlos Peña
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