Un
hombre camina por el camposanto en busca de una tumba. Era de piedra blanca y
porosa, con un crucifijo grande y un pequeño ángel sentado a los pies de la cruz.
Podía rememorar sus ojos vacíos, sus labios bellamente cincelados, los mechones
rizados colocados coquetos sobre su frente. Eso era lo que él rebuscaba con la
mirada; eso, y unos nombres. Hacía un año que no pasaba por allí, pero no por descuido.
Como
olvidar aquella noche de marzo. El frío traspasando su pequeña garita, la
lluvia torrencial golpeaba los míseros muros con fuerza y él solo pensaba en el
calor de su hogar, en lo que su mujer y su hijo estarían haciendo en ese
preciso instante sin él. No aguantaba más ese trabajo.
Entonces,
simplemente, ocurrió. Primero fue muy rápido, después los segundos se
alargaron, como los fotogramas cruciales de una película de suspense.
Un
tren se acerca —a él le parece que está muy lejos—, un coche se zarandea atravesando
la vía —¿no puede ir más deprisa?, se pregunta—, el paso a nivel que debía
estar bajado —¿por qué no lo he hecho?, cae en la cuenta, horrorizado—, un golpe
atroz y un sonido espantoso... y él, Ricardo Buendía, guardabarreras.
Cuando
la policía le interrogó solo pudo balbucear:
—Tenía frío... Llovía mucho... Sentí pereza.
—Tenía frío... Llovía mucho... Sentí pereza.
© Blanca de la Torre Polo
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