Inger bajo el sol de Edvard Munch |
Sin ruido y con mucho cuidado, Lucía se quita los
zapatos y comienza a descender las escaleras. Su habitación está en la planta
alta y, desde que recuerda, los escalones emiten ronquidos cada vez que los
pisa. Es la hora. Aprovecha que su madre y sus tías toman el té para escapar a
la playa. Ella debe de estar en aquel lugar.
La primera vez que la vio, la señorita Clara salía de
su casa; vestida de blanco, se cubría del sol con una sombrilla y caminaba
lentamente, como flotando. Creyó que era un hada y esa noche soñó que bailaban
en Nunca Jamás.
Días después la vio en el mercado de la plaza; las
manos se extendían hacia las manzanas y Lucía quiso decirle “cuidado, pueden
estar envenenadas”, pero su madre tiró de ella y se perdieron entre la
multitud.
Un miércoles, al volver de la clase de pintura,
decidió dar un paseo por el arenal y allí tuvo lugar un tercer encuentro. La
señorita Clara, sentada en las rocas, miraba un punto en el horizonte. La niña
trató de distinguir a dónde se dirigían sus ojos, pero solo vio un espacio
infinito, sin una nube y más a lo lejos, rompiendo el cielo…, la silueta de un
barco pirata. La mano de la mujer se alzó en un saludo, y el buque desapareció.
Con disimulo, Lucía entra en la cocina, coge una cesta
y la llena de las galletas recién horneadas que hay sobre la encimera.
Descalza, sale a la playa y camina por la arena hasta llegar a las rocas. Se
detiene, apoya la canasta sobre las piedras, la abre y le ofrece una pasta a la
señorita Clara. Comen en silencio.
—¿Quién eres? —pregunta la niña.
La dama se quita el sombrero, sonríe y le responde.
—Quien tú quieras.
© Liliana
Delucchi
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