Había caminado durante horas, tenía los
pies entumecidos por el frío y los labios cuarteados debido a la persistente
nevada a su alrededor. Lamentaba el momento en el que había decidido
marcharse de casa dando un portazo. La cazadora que había arrancado del
perchero era, a todas luces, demasiado poca cosa para la nieve que quería
sepultarla. Sus piernas se movían por pura fuerza de voluntad y las lágrimas no
llegaban a materializarse porque la mujer sabía que se acabarían convirtiendo
en escarcha sobre su rostro.
Apenas veía nada frente a sus ojos, era
como si sufriera la misma ceguera blanca que los personajes del famoso libro de
José Saramago Ensayo sobre la ceguera. Había leído aquella obra
hacía unos años y aún era capaz de recordar con cariño a su protagonista: la
esposa del médico. Debía ser tan fuerte como ella. Siguió arrastrándose,
convencida de que detenerse sería su final. Que todo aquel desastre lo
hubiera ocasionado una estúpida discusión la hacía sentirse estúpida. Negó con
la cabeza y enderezó el cuerpo, no podía hacer nada más.
Cuando cayó de
rodillas supo que estaba perdida, que no lograría volver a ponerse en
movimiento de nuevo. La noche empezaba a caer y sus ojos, cansados y
enrojecidos, no podían mantenerse abiertos. Mejor así, irse sin hacer ruido. Lo
prefería a acabar medio devorada por una jauría de lobos. Sin embargo, apenas
se hizo un ovillo en la nieve, unos brazos la enderezaron y la hicieron volver
a ponerse en posición vertical. A través de los párpados hinchados distinguió el
cabello rojizo que escapaba del gorro de su hermana Rose.
Su hermana mayor la cargó durante todo
el camino sin decir una palabra. Margaret se abrazó a ella con todas las
fuerzas que le quedaban y se prometió a sí misma que nunca jamás discutirían
sobre a quién elegían amar. Que Rose se casara con Olive, la mujer de la
que se había enamorado, unos meses después, y Margaret ejerciera de dama de
honor no sorprendió a nadie. Aquella jornada en la montaña lo había cambiado
todo.
© M. J. Pérez
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