Para mi hija
Quand vous serez bien vieille, au soir, à la chandelle,
Assise auprés du feu, dévidant et filant,
Direz, chantant mes vers, en vous emerveillant:
“Ronsard me célébrait du temps que j´étais belle”
Sonnet a Hélène.
Assise auprés du feu, dévidant et filant,
Direz, chantant mes vers, en vous emerveillant:
“Ronsard me célébrait du temps que j´étais belle”
Sonnet a Hélène.
Pierre de Ronsard (1524-1585)
¡Tan blanco! Sentí que esa tarde todo
menos yo, que iba vestida de negro, resultaba deslumbrantemente blanco, y
el recuerdo de la nieve se deslizaba como una cascada fría por mi
cabeza. Blancas eran también las sábanas de la cama del hospital y los
zapatos. Sí, también los zapatos de la enfermera. No sé por qué me fijé
en ese detalle, quizás porque siempre se me ocurren tonterías cuando las
situaciones me conmueven.
La llamada que había recibido esa mañana
me resultó inoportuna, extraña. Una voz nasal con un punto de trámite
administrativo reclamaba mi presencia en un hospital.
—¿Por qué? ¿Qué ha sucedido?
Sin ningún tipo de inflexión, o cambio, o
proximidad en el tono, la voz nasal me aseguró que la señora Rose
Hepburn, había dado mi número de teléfono. Era urgente.
—Es más, diría que muy urgente —y colgó el teléfono.
Miré el reloj, tenía una cita de trabajo
en una hora, llamé para retrasarla, pues teniendo en cuenta que nevaba,
el tráfico sería imposible e hice un cálculo enrabietado de la pérdida
de tiempo que implicaba. ¿Quién sería esa mujer? ¿Por qué a mí?
Los copos blancos ablandaban las duras
esquinas de la ciudad, pero el viento, como agudo filo en las calles,
hacía difícil avanzar para encontrar un taxi. Ráfagas amarillas y
veloces, con la luz de ocupado, salpicaban el barrizal que se iba
formando en la calzada. No se produjo ningún milagro. Tuve que ir a
coger el tren que llevaba al hospital y meterme en el intercambiador de
la Zona Cero, que todavía estaba en uso restringido, apenas lo
transitaba nadie, y también era blanco, desoladamente blanco. Podía oír
el repiqueteo de mis tacones en esa soledad que en poco tiempo se
llenaría de gente, tiendas, vida.
Cuando subí a la planta que me
indicaron, pregunté por la señora Rose Hepburn. Una enfermera gorda, de
amabilidad intrascendente, me dijo que se alegraba de mi llegada, pensó
que no vendría nadie.
—¿Venir? ¿Para qué? —conseguí articular.
La seguí como un autómata, sin
rebelarme, con una aprensión y desasosiego que notaba en el calor que me
producía el sarpullido nervioso del que no me libro en momentos así.
Sólo miraba los zapatos blancos que me precedían y el vaivén del
uniforme que se balanceaba desde sus anchas caderas. Abrió la puerta de
la habitación 312 y con un gesto altisonante me hizo pasar, a la vez que
gritó.
—Rose, ha venido. ¿Ve cómo ha venido?
Una mujer menuda de pelo blanco, sentada
en la butaca de skay, parecía un pajarillo a punto de emprender el
vuelo, me miró con desolación. Sobre sus rodillas exiguas sostenía un
maletín de piel de los que ya no existen, como los de los médicos del
Oeste. Vestida de blanco, con un pañuelo verde pálido en el cuello, se
puso a mirar hacía la ventana.
—Adoro la nieve —y se giró con una sonrisa triste—. Gracias por venir. Temía que no pudiera.
Al cerrar la puerta la enfermera, le pregunté quién era y por qué me había hecho llamar.
Con parsimonia abrió su anticuado bolso, sacó una tarjeta ajada con su nombre y su ocupación. Profesora de idiomas.
Yo la miré sin entender el significado y en una voz muy suave empezó a recitar, quand vous serez bien vieille, au soir…. ¿Te acuerdas?
Y como un relámpago me vino a la memoria assise auprés du feu…
—¿Mademoiselle Rose?
Había sido la profesora de francés de mi adolescencia.
—No tengo a nadie y si no, me mandan al asilo.
© Cristina Vázquez
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