Vivo en un pueblo que para
llegar a él hay que atravesar campos sembrados de trigo. Detrás de mi casa hay
olivos e higueras. Tengo siete años.
Estoy de vacaciones. Desde
bien temprano en la mañana, al rayar el alba, me siento ante el pesebre, las
figuras son de mi abuela, están algo descascarilladas pero mi madre dice que no
me preocupe, que están en buen estado. Le doy un beso al Niño Jesús y como noté
fría su carita de porcelana acerqué la mula y el buey para que lo calentaran
con su aliento. No quiero que coja catarro. Y le volví a recordar lo que quería
que me trajeran los Reyes Magos, hasta le prometí que, si se portaba bien, lo
llevaría conmigo a tirar maíz a las gallinas. Se vuelven locas de alegría.
Por las noches busco en el
cielo la estrella que llevó a los tres Magos hasta Belén montados, según mi
abuelo, en camellos blancos. Yo no tengo camello, pero sí un perro que me
acompaña a todas partes.
Al Rey Melchor, que es mi
favorito, le he pedido una bicicleta con pedales, sillín y manillar, para ir en
ella al colegio que está a unos cinco kilómetros. Mi segundo Rey favorito es
Baltasar, le he pedido una cesta, ¿para qué?, para mi bici. En ella pondré mis libros. Mi
tercer Rey favorito es Gaspar, le he pedido un timbre, sí, para esa misma, la
que están pensando. Lo haré sonar por todo el camino.
Mi padre, que es un
aguafiestas, me dice que a lo mejor me traen carbón, mi madre asienta con la
cabeza, pero mis abuelos, que son mi adoración, me dicen que la esperanza nunca
se debe perder.
© Marieta Alonso Más

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